El croupier
“El buen jugador de póker
juega sólo con una baraja”
Se llamaba Javier. La puerta del ascensor se cerró mientras él se arreglaba el nudo de la corbata y se ponía la americana. El ascensor se abrió. El salió a la recepción del Hotel. Moderna y fría, como la de todos los hoteles nuevos. Vacía como él. Hizo un gesto de saludo al recepcionista. Las puertas automáticas se abrieron a su paso. Salió a la calle. El frío de la noche le abofeteó la cara. Hundió su cuello en la americana todo lo que pudo mientras encendía un Marlboro. Anduvo unos cincuenta metros hasta donde había aparcado su todoterreno. Éste le saludo con un pitido y parpadeando las luces cuando pulsó el mando a distancia. Abrió la puerta e instintivamente lanzó el medio cigarrillo que le quedaba.
-En el coche no se fuma- musitó
Suspiró mientras metía la llave en el contacto. Cerró los ojos. Golpeó con furia el volante. Miró para el hotel. Allí, en la quinta planta, le pareció ver una silueta y después nada. Le confirmó lo que había visto el movimiento de las cortinas. Arrancó e hizo chirriar las ruedas al salir a toda velocidad. Quedó el silencio. La rabia le hacía palpitar las sienes a Javier. Encendió el CD. Los Piratas le regalaban “Promesas que no valen nada” Subió el volumen a tope. Uno, dos, tres, cuatro. Al quinto semáforo en rojo decidió parar. La rabia había pasado de sus sienes a sus ojos. Una lágrima le quemaba según rodaba por su mejilla.
-Hija de putaaaaaaaa- gritó mientras volvía a tomarla con el volante.
A su lado, un motorista le miraba alucinado. El semáforo se puso en verde y el motorista alucinado se iba haciendo cada vez más pequeño. Javier salió. Le gustaba conducir de noche por las calles vacías de Vitoria. Miró el reloj. Eran las tres y cuarto de la mañana. Decidió callejear. No quería volver a casa. Elena estaría durmiendo. No se sentía con fuerzas de tumbarse a su lado. Una vez más la había jodido, y el jurado esta vez no sería tan indulgente como todas las anteriores, y eran unas cuantas. Él era el juez, el jurado, el fiscal, el abogado defensor y el acusado. Y Javier estaba muy harto de sus propias escusas. Siempre pasaba lo mismo, él se acababa machacando por haber caído otra vez, y le quemaba el mirar a los ojos de Elena como si no hubiese pasado nada. Él había estado a punto de contárselo mil veces, pero al final el miedo le atenazaba y se callaba como una rata miserable. Incluso a veces lo insinuaba, lo dejaba caer, iba dejando migas como Pulgarcito. Era un juego cruel, pero le hacía sentirse superior. Sólo al cabo de un rato, cuando miraba la mueca de dolor de Elena se daba cuenta de lo cabrón que era. Y se sentía un montón de mierda. Y sabía que lo era. Luego la abrazaba, le decía que lo sentía, que sólo era una broma, le besaba, y Elena se sentía mejor. Incluso le pedía perdón por lo boba que había sido. Y él, magnánimo, le decía que no pasaba nada. Y en ese preciso momento se juraba que había sido la última vez. Que Julia se quedaba fuera de su vida. Pero Julia volvía a aparecer, caprichosa, egoísta, con un halo de atracción que sólo tienen las cosas prohibidas. Él, envalentonado con la certeza de que esta vez sí que iba a cumplir su promesa, le dejaba un resquicio en la puerta. “Siempre podemos ser amigos, grandes amigos” Y todo volvía a acabar como siempre. En alguna habitación de hotel, conduciendo de madrugada a casa, sintiéndose mal al tumbarse al lado de Elena y haciéndose de nuevo esa promesa. Otra vez esa promesa. La última vez.
El azar, el destino, el karma, un ser superior o alguna de esas mierdas le llevó hasta el parking de su empresa. Paró el motor. Ahí había empezado todo. Salió del coche. Y su cabeza le mostro, de nuevo, todos los pasos. Fue seis años antes.
Él llevaba trabajando un tiempo en una empresa de publicidad. Era una empresa moderna, fresca, con ideas nuevas. Acababan de conseguir un importante cliente. Uno de los líderes del sector de “productos femeninos” como solía decir la gerente de dicha empresa. Querían cambiar su imagen y pidieron varios proyectos para su comunicación en Europa. Ellos ganaron. Gracias a la idea de Javier del conejito, el coche amarillo y los árboles pintados de azul. Seguro que has visto el anuncio. Decidieron contratar un experto en Marketing internacional. Y la elegida fue Julia. Preciosa, morena, sensual, terriblemente inteligente, con una personalidad arrolladora, y ese acento tan dulce, tan peculiar, que sólo pueden tener quienes han nacido en las islas afortunadas. Justo en ese día, Elena comenzaba a llevar sus cosas al apartamento de Javier. Le presentaron el proyecto inicial a Julia para que lo adaptase a los mercados alemán, francés y británico. Ella rió de aquella manera que a Javier le hacía derretirse con el coche amarillo. Ya sabes, cuando pasa por el puente, es lo mejor del anuncio. Todo el mundo se ríe cuando lo ve. Andoni, el jefe, le pidió a Javier que pusiese al día a Julia, que quería un boceto a la mañana siguiente. Él protestó. En un receso se fue a ver a Andoni y le explicó que tenía que cenar con Elena esa noche. Era la primera que iban a pasar viviendo juntos. Andoni le miró y se quitó sus gafas de pasta amarillas que se había comprado en Barcelona la semana anterior. Ya sabes, las gafas de diseñador que les hacen tener esa cara de gilipollas a todos, esas de “soy cool” o “el timetable está descompensado” o “necesito un break” Le miró a Javier.
-Venga, Javi, si quieres te regalo todas las noches con mi mujer, pero no me jodas, es nuestra oportunidad y no podemos dejarla escapar. Esti lo entenderá, ¿no crees?-dijo Andoni
-Emmmm, supongo que sí-replicó Javier sin corregir lo de Esti en vez de Elena- No hay problema
Al salir del despacho Javier llamó a Elena. Se lo contó. Ella, triste pero comprensiva como siempre le dijo que no pasaba nada, que daba igual, que lo entendía. Se dijeron cuanto se querían y se despidieron con esa broma que sólo entendían ellos, que sólo les hacía gracia a ellos. El se dirigió a su despacho a trabajar con Julia. Cuando abrió la puerta ella estaba con la foto que Elena y él se sacaron en la Torre Eiffel.
-Guapa- dijo ella señalando la foto
-Sí que lo es, vamos a trabajar- respondió él secamente mientras le arrebataba el marco de entre las manos.
Empezaron fríamente. Ella le corregía todas y cada una de las ideas. El se desesperaba y pensaba que era una imbécil engreída. A las doce y cuarto, cuando descansaban comiendo la comida china que habían pedido, ella le espetó:
-¿Y qué tal el sexo en esta ciudad?
Javier se atragantó. No podía creerlo. Esa misma idiota que las once horas anteriores se había pasado diciéndole que sus ideas servían para una ciudad provinciana como esa no servían para la city, Düsseldorf o Lyon, le soltaba eso.
-Yo no me puedo quejar- le cortó él visiblemente incómodo
-Siempre se puede aspirar a más- le retó ella desde el final de la mesa dejando ver sus piernas embutidas en las medias negras mientras las tenía subidas en la mesa.
Javier la miró. Repasó el papel que tenía delante. Más o menos habían terminado el boceto. Cogió su americana. Torpemente se despidió. Salió a la carrera. Cogió su Opel Corsa y se dirigió a su apartamento. Elena estaba ya dormida. Él se quitó la ropa rápidamente. Se metió entre las sábanas. No paraba de pensar en las medias de Julia, en sus ojos verdes, en la mesa de trabajo. En realidad no había parado de pensar en ello desde que había empezado a trabajar con Julia. Ahora se daba cuenta, cuando un gemido salió de su boca después de echarle un polvo salvaje a una Elena en principio dormida. Cuando el sentido común regresó de vuelta los azules ojos de Elena le miraban con una, mezcla de pasión y extrañeza.
-Creo que me va a gustar vivir aquí- musitó
-A mí me va a gustar que lo hagas- respondió él.
Llegó tarde a trabajar al día siguiente. Estaba preocupado por no haber terminado el trabajo la noche anterior. No sabía cómo se lo iba a tomar Andoni. En cuanto dejó sus cosas en su despacho se fijo encima de la mesa. Había un Post-it de él. “Ven en cuanto llegues a mi despacho” Suspiró. “Ya está. Ya la he cagado” Se dirigió con paso titubeante al despacho de Andoni. Se paró justo delante de la puerta. Cogió aire. Golpeó la madera con los nudillos y giró el picaporte. Entró. Andoni se encontraba parapetado tras su mesa. Julia estaba sentada en la mesa de trabajo del despacho. Tenían gesto relajado. Ella llevaba la misma ropa del día anterior. Los ojos de ambos se clavaron en Javier.
-He estado hablando con Julia y me contó lo de ayer- dijo Andoni
-Ya, verás…. Es que….- fue a replicar Javier
-Me ha encantado. Muy buen trabajo. Formáis un equipo estupendo.- le cortó el jefe – Así que he decidido que vayáis a Frankfurt a presentar las ideas vosotros dos. Enhorabuena.
Javier tardó un minuto en asumir las palabras de Andoni. Miró fijamente a una sonriente Julia que trataba de aguantar una carcajada. Ambos salieron juntos del despacho. Tenían que preparar el viaje para tres días después.
-Gracias- soltó Javier
-De nada- replicó Julia- Me voy al hotel a ducharme y ya hablaremos. No te preocupes. Los hombres suelen salir huyendo de mí- rió
Javier le miraba alejarse. Sonrió. Por fin la oportunidad que estaba esperando y todo gracias a ella. Era muy buena tía. Seguro que se llevarían genial. Pero Javier no era consciente de exactamente cuánto.
Tres días después ambos triunfaron en la presentación. Fueron a cenar a gastos pagados por la empresa para celebrarlo. Habían firmado un contrato sustancioso para tres años y cuatro campañas. Bebieron, rieron, charlaron, se conocieron. Fue una noche estupenda. Al llegar al hotel se produjo uno de esos momentos incómodos que surgen cuando no sabes cómo despedirte. Debería haber una norma para eso. Al salir se dice, “nos despedimos con un apretón de manos” o “Un par de besos al aire está bien” o “Cuando desayunemos en mi cama no tires migas” Sería mucho más fácil. Decidieron darse un par de besos, de esos lentos, lo que produjo aún más incomodidad al irse separando las caras. Javier se metió en su habitación. Se soltó la corbata. Se quitó los zapatos y se tumbó en la cama. Miró el reloj. La una de la mañana. A las once salía su vuelo a Bilbao. Decidió llamar a Elena. Le contó lo de la reunión. Le dijo que le pensaba invitar a un fin de semana romántico a cualquier sitio para celebrarlo. Omitió a Julia. Le dijo que le quería. Colgó. Se puso aun más cómodo y cerró los ojos. Julia desapareció de su cabeza y él se fue tranquilizando. Pero la vida es, como dirían en una de esas novelas baratas de detectives, una fulana fácil con ropa interior de encaje, que te busca en cualquier rincón con intenciones nada claras. Y apareció delante de su puerta. Llamando. Con una camiseta larga, una botella de Champagne y nada más. Él fue a decir algo. La boca de Julia se lo impidió. Fue un beso intenso. Los últimos de Filipinas optaron en su momento por rendirse y él no iba a ser menos. La atrajo hacia sí. Cerró la puerta con la pierna. La giró sobre sí misma. Elena se difuminó del todo en su cabeza. La lanzó a la cama y la botella rodó por el suelo enmoquetado sin romperse. Se acercó. Ella le soltó el cinturón y bajó la bragueta. Le bajó el pantalón. Le besó en el ombligo. Le rompió los botones de la camisa. Él le sacó de un movimiento la camiseta. Ya sabéis, si a Sabina no le caben tantos besos en una canción a mí tampoco. Besos, caricias, lenguas, sudor, sexo, posturas, penetraciones, felaciones….. ¿De verdad os importa? Al día siguiente, la cara de Elena no se alejo ni medio segundo de su cabeza. Apenas hablaron. Lo justo y necesario. Llegaron a Vitoria en el coche de ella. El silencio quemó desde Loiu hasta la capital. Ella aparcó delante de la casa de Javier dónde le había recogido dos días antes. Javier bajó con su maletín. Dos adioses escuetos y fríos se cruzaron. Subió hasta su piso cuando vio alejarse el coche. Con las llaves de casa en la mano parado frente a la puerta se hizo por primera vez la promesa. Entró. Besó en la cabeza a Elena que estaba leyendo. Su vida de fugitivo mentiroso había empezado.
Los dos años posteriores el tándem siguió funcionando. La sala de fotocopiadoras a altas horas de la noche de trabajo servía de picadero improvisado. Cada viaje de trabajo acababa igual. Bruselas, Londres, Nueva York, Helsinki, Marrakech… Mil habitaciones de hotel, mil camas, un millón de besos. Y después silencio, incomunicación, remordimientos y siempre, su promesa. “La última vez” Él quería a Elena. Era su alma gemela. Disfrutaba de sus conversaciones, disfrutaba del sexo con ella, disfrutaba cuando Elena estaba ahí cuando las cosas estaban mal, disfrutaba de los viajes, disfrutaba hasta cuando ella se ponía a hacer pis mientras él se afeitaba. Pero Julia siempre aparecía.
A los dos años, Julia se trasladó a Barcelona. Decidió aceptar un puesto en una importante multinacional. Javier respiró. Sabía que podría mantener su promesa. Con Julia lejos, todo iba a ser más fácil. Y además, podían ser amigos en la distancia. Mucho más fácil. Pero la traición tiene las patas muy largas. Después de despedirse como sólo ellos sabían el último día antes de mudarse a Barcelona, y al repetir de nuevo su promesa perpetua, comenzó una nueva vida. Disfrutaba de Elena como nunca antes, pero de vez en cuando hablaba con Julia, se mandaban sms de lo más inocentes, algún mail de esos de broma. Pero no se puede mantener esas cosas alejadas demasiado tiempo. Y los mensajes se convirtieron en cosas menos inocentes, y los mail ya no traían powerpoints, y las llamadas las empezaron a terminar con susurros y con besos y con frases de doble sentido. Pero Elena había conocido a Julia. Y a Elena no le gustaba Julia. Esas cosas pasan. Y Elena sabía que Julia había ido a Barcelona. Y a Javier le había convencido verse un fin de semana en Barcelona. Se inventó un viaje a Amsterdam. Y pasó el fin de semana con Julia. Y al volver se volvió a hacer la promesa. Promesa que incumplió quién sabe cuántas veces. Pero Elena en su bendita ignorancia estuvo ahí cuando Javier tuvo el accidente de moto, y cuando murió su hermano, y cuando le encontraron el bulto en el cuello, aunque fuese un bultito de grasa, ella estuvo cuando él tuvo más miedo que nunca. Pero Julia no. Julia aparecía cuando se sentía mal, cuando quería follar, cuando necesitaba halagos. Empezaba siempre igual. Un te echo de menos por sms. Un qué bien lo pasábamos. Un no hay nadie en Barcelona que se te acerque. Un solo tú me hacer sentir. Un billete de vueling a Barcelona. Unas risas, unos polvos, unos días de sentirse especial. Otro vuelo con Vueling. La Promesa. Un sentirse mal con Elena. Un volver a empezar. Así pasaron otros cuatro años. Cada dos o tres meses la cosa se encendía y acababa como las anteriores.
Pero la última vez fue diferente. Ella fue a Vitoria. Él no iba a caer. Ella le sonrió. Él cayó. Y el hotel Ciudad de Vitoria se convirtió de nuevo en su guarida. Volvió a recorrer con sus labios cada centímetro de piel de Julia, volvieron a hacer las mismas bromas, volvieron a follar como siempre. Pero al acabar él le dijo como siempre que le encantaban esos momentos con ella.
-Y a mí. Pero esta ha sido la última vez. Me caso- le arrojó las palabras a la cara mientras fumaba un Lucky Strike
-Ya. Vale. Es la última vez.- Y él repasó por enésima vez su promesa
-No. No me has entendido. Es LA ÚLTIMA vez- repitió
-Bueno, eso no lo sabemos- Protestó él
- Yo sí. Yo no soy como tú. Yo cumplo. Ha sido divertido, pero tú no eres de la clase de hombres que me enamoran. No te ofendas. Ha sido muy divertido. Lo pasamos bien. Pero esto se ha acabado. Anda, ya puedes cumplir tu promesa. Pero si no te importa, me apetece dormir sola. Mañana me levanto temprano. No te molestes en llamarme, he cambiado el móvil y el mail. Me mudo a otro país. Lástima, te cogí cariño, pero es lo mejor. Sabíamos que esto era un juego. Jack es lo que estaba buscando.
Y ya sabéis. Él salió de la habitación dando un portazo. Y acabó en el parking de la empresa. Eran ya las cinco. Se subió con su cigarrillo de nuevo en su coche. Fue a tirarlo pero pensó que mejor no. Iba a cambiar su vida. Iba a cumplir sus promesas. Llegó a casa. Con las llaves. Enunció su promesa y entró. Tenía hambre. Fue a la cocina. Elena estaría durmiendo. Fue a abrir el frigo y en él encontró pegado un sobre. Lo cogió mientras con la otra mano sostenía un muslo de pollo. Empezó a leer mientras masticaba:
“Supongo que te preguntarás que es esto. Simplemente esto es mucho más fácil. Es difícil decir adiós y de esta forma es más fácil. No sé qué decir ni como. Pero lo intentaré. Simplemente, soy mejor que tú. Mi amor ha sido de verdad. Y nunca te he considerado idiota. Pero tú a mí sí. ¿Te crees que no se te nota? ¿Te crees que no sé lo que ha estado pasando todo este tiempo? ¿Te crees que eres el tío más listo del mundo? Pues no. Tengo una capacidad limitada de parecer idiota. Y no me da la gana. Te quiero, Javier. Bueno, te he querido. Pero no me compensas. No me compensas las noches en vela, ya no me creo tus te quiero, no me creo tus hasta que me muera. Simplemente me he dado cuenta que soy mejor que tú. Que me merezco RESPETO, pero tú no sabes qué es eso. Yo he sido de verdad, he sentido de verdad, he amado de verdad. Y tú te has dedicado a vivir una quimera. Falsa y mentirosa. Ya no me compensas. Ahora follate lo que quieras, haz lo que te dé la gana, y sigue viviendo de un pasado que no regresará. Pero yo me merezco alguien mejor que tú. Búscate un futuro tan falso y mentiroso como tú. Siéntete sólo, sólo y vacío, pero no me lo cuentes porque me das igual. EL amor que he sentido por ti ha sido tan enorme que he dejado pisar mi dignidad a cambio, pero tú no te lo mereces y te los has cargado. ¿Sabes qué? Que por primera vez desde que me mudé contigo me siento libre, libre y digna. Que te vaya bonito, pero sin mí.
ELENA
PD. Dale recuerdos a Julia de mi parte”
Y así quedó Javier. Sólo y con un muslo de pollo en la mano. Ni siquiera era capaz de decidir cómo se sentía. Quizás roto, quizás vacío, quizás ambos, pero consciente que se había equivocado todo este tiempo pero ya era demasiado tarde. Y lo más estúpido de todo es que había perdido la mano teniendo todos los ases en la manga. Y entonces Javier se prometió a sí mismo que iba a cambiar y que esta vez lo cumpliría.
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