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Paseantes por mis cuentos

sábado, 11 de agosto de 2012

Diario de bitacora de El Plan


Me llamo Sean y estoy cumpliendo condena. La vida es así de hija de puta. Te lo da todo y después te lo roba. Y encima te cae encima todo el peso de la ley cuando haces justicia. Recuerdo aquellos momentos como si fuese hoy mismo. Cada detalle martillea en mi cabeza. La acera de la calle manchada de rojo. La gente increpándome cuando salía de allí corriendo. Sujetaba mi pistola dentro de mi bolsillo. El corazón me latía a mil pulsaciones. Un calor tremendo me quemaba las mejillas. Y sus ojos, esos preciosos ojos verdes suplicándome que no lo hiciese cuando apreté gatillo. Mi ropa manchada cuando llegué a casa y como entraron a mi salón para cogernos a los cuatro. Los jueces no tuvieron piedad. Nada de lo que dijimos nos sirvió. Sentencias severas a los cuatro. Supongo que lo qué buscaban eran castigos ejemplares. Pero la Justicia había sido hecha. Teníamos toda la razón. Ella había empezado. Y en mi barrio, delante de todo el mundo. Yo no lo pude permitir.
 El plan estaba en marcha. Todo estaba perfectamente calculado. Todos los míos habían recibido sus instrucciones. Son unos grandes tipos. En cuanto supieron de mi desgracia, estuvieron a mi lado todo el rato. Desde los "días felices" no he vuelto a ser el mismo. Me he vuelto más cínico. Las cicatrices en mi alma me han hecho un tipo más distante, más frío, más calculador. He perdido esa inocencia que sólo mantienen los que creen en el amor y los que aún sueñan con que una persona va a estar para siempre a nuestro lado. Vivía  permanentemente equivocado hasta que trace un plan. Hasta que tracé EL plan.
Me acuerdo cuando la conocí. Estaba guapísima. Paseaba por la calle con su madre. Nosotros estábamos en el banco pensando en cómo joder al tendero chino de la tienda de la esquina. No podía hacer otra cosa que mirar su sonrisa desde lejos. Llevaba un vestido de flores blanco. El mismo que llevaba en el momento de LA VENGANZA. Me quedé petrificado. Paul me sacó del trance dándome un puñetazo en el brazo. Demasiado tarde. La víbora del amor ya me había inoculado todo el veneno.
Dos días después la encontré en el parque de Vanderbilt. Estaba con esa ridícula polaca amiga suya. Siempre me odió. Era recíproco. Me acerqué junto a ellas. Me presenté. Ella me sonrió. La otra por poco me escupe su indiferencia a la cara. Mickey llegó a nuestro lado cuando les contaba el día que me encargué del Padre Cascarino, ese jodido cura de Inmaculado Corazón. Teníamos un asunto al lado del estadio. Teníamos un negocio con un tipo de Queens referente a los dos jugadores traspasados por los Yankees al final de las series mundiales. Hacía frío. Ella tembló. Cuando me levanté y llevaba tan sólo tres pasos, me di la vuelta. Me quité mi cazadora de los Giants y se la puse en los hombros.
-Mañana quedamos aquí y me la devuelves- Dije mientras la fragancia de su pelo me llenaba la nariz
-Vale-musitó ella
El negocio salió bien. Con mi parte invité a cenar a mis tres colegas. Seguro que la comisión de la MBL no iba a ser capaz de sacar nada en claro. Así éramos nosotros. Unos tipos duros en la ciudad más difícil del mundo. El skyline de Mannhattan nos soltaba toda su arrogancia en la cara de personas de barrio, pero los tipos duros que vivíamos al otro lado del puente le enseñábamos el dedo corazón con todo nuestro orgullo proletario.
Todo fue bien mientras el otoño pasaba. Es lo que tiene encontrar el amor en un agujero como Brooklyn. El mundo es más sencillo cuando una calle te separa de los italianos, griegos o de los portorriqueños. El mundo debe ser ordenado. No es racismo. Los hijos de la Isla Esmeralda nos manteníamos a distancia de esos comespaghettis. Pero no. La Tranquilidad y el Orden no duran. Recuerdo cada segundo al lado de Susan. Las risas. Los perritos en Sherman street. Los besos furtivos en Marchate Circle. Pero no hay felicidad que cien años dure. Y su dulzura y pasión se fue tornando escusas y frialdad. Ponía pegas para que quedásemos. Cuando estábamos juntos, tenía la mirada perdida y las risas a mis bromas se convirtieron en indiferencia. Y con su amor se fue mi buen carácter. Y con mi buen carácter se fue el otoño.
En el invierno nadie me aguantaba. Todo era un carácter deleznable y una queja permanente por la actitud de Susan. Hasta que un día, cercano a Navidad, que estaba tomando algo con los chicos Paul hablaba de cómo les jodía a esos jodidos griegos que habían comprado el colmado del señor O'Riordan, cuando Mike "El Gordo" habló de ella. Había intentado llamarla pero ni si quiera me devolvió la llamada. Había decidido ponerme la coraza de indiferencia y quedar con los míos a lamerme las heridas en silencio. Pero Mickey, que éramos amigos desde el parvulario, nunca había destacado por su discreción, y dijo algo de ella, una puta y un descampado. Fue un acto reflejo. Ni siquiera recuerdo el comentario. Mi mano alcanzó la botella que reposaba en la mesa y le impactó con tanta fuerza en la cara de Mickey haciéndose añicos que una herida enorme se formó en su frente. Recuerdo salir corriendo con mi mano llena  de la sangre de El Gordo. Recuerdo a Paul ayudando a Mike. Recuerdo los insultos de Patrick persiguiendo mis oídos mientras yo corría calle arriba. Tenía un objetivo. Llegué sin pararme hasta el portal de ella. Iba a decirle que yo no era una basura que pudiese maltratar. Que yo me había ganado el respeto de todo el barrio y que ella me lo debía también. Ella lloraría, seguro, pero se daría cuenta al instante y se echaría en mis brazos pidiéndome perdón y seríamos de nuevo felices. Seguro. Una corriente eléctrica recorrió toda mi espalda dejándome petrificado a unos doscientos metros de su casa. Me escondí tras un coche. No podía creerlo así que me asome de detrás del coche para mirar a su portal. Y allí la vi. En las escaleras de su casa, riendo, preciosa, acaramelada con Cipriani. Un Pepperoni hijo de unos mercachifles de carne del otro lado de la autopista esnifaba su pelo. Y yo perdí todas mis fuerzas. Pensé en hacerme notar, pasar delante de ellos, y mostrar todo el desprecio del que sería capaz. Pensé en ir a las bravas. Pararme delante de ella y decirle a la cara y a voz en grito lo zorra que era. Pensé en encargarme del italiano allí mismo. Debería recibir una lección que no olvidase jamás. Encima en mi territorio, a plena luz del día. ¿Quién me iba a respetar así?
Decidí alejarme de forma discreta. Una tormenta me empezaba  a nublar la razón. Decidí volver a mi casa. En menos de media hora lo había perdido todo. A Susan y a mis amigos. Mike, Paul y Patrick no me perdonarían el incidente de la botella. Con razón. Les estuve esquivando toda la semana. Apenas salía de casa lo imprescindible. Patrick me llamó unas cuantas veces a casa, pero ignoré sus llamadas. Me enteré que los chicos habían mantenido el pico cerrado sobre el asunto de la botella cuando en el hospital fueron interrogados por las autoridades. Grandes tipos mis amigos. La víspera de Navidad, a la mañana, llamaron a mi puerta. Al abrir allí estaban esos tres tipos. Con la mirada dura. El pobre Mike conservaba un vendaje enorme en su ceja izquierda. Bajé la mirada avergonzado. Mike me posó su mano en mi hombro. Cuando levanté la cabeza ahí estaba su sonrisa. Miré a Paul y a Pat y ambos estaban sonriendo también. Fui absuelto por mis amigos. Decidimos bajar a la calle. Hacía un día soleado y muy frío en Brooklyn. Les empecé a contar lo de Susan. Ellos ya lo sabían. Katheleen, la hermana de Mike, había visto a Susan con Cipriani. Supongo que ya sería la comidilla en todo el barrio. Yo me sentí aún más humillado.
- Sabes que esto no puede quedar así, ¿verdad?- inquirió Paul - Tienes que hacer algo.
-Lo sé- Musité.
Ese fue el momento en el que todo empezó a tomar forma en mi cabeza. Fue el momento exacto en el que nació EL PLAN. Al día siguiente empezaban las fiestas de Navidad. Desengañémonos, son días en los que tipos como nosotros sacamos bastante dinero. E íbamos a necesitar mucho. No es barato conseguir armas, os lo aseguro. Un tipo de Seeley St.  nos pasó tres pistolas y munición. Era o todo o nada. Esperamos hasta que Cipriani volviese otra vez a mi barrio. Tardó casi un mes, pero a finales de enero, un domingo, estábamos Mike, Patrick y yo jugando a las cartas cuando Paul vino corriendo. Era un tipo pequeñajo, pero entre lo rápido que vino y sus enormes dientes que se pegaban para ver cuál de ellos se alejaba más de su boca parecía una liebre perseguida por un par de galgos. Nos informó que había visto a Susan y a Cipriani paseando cogidos de la mano. Les recordé a cada uno su función en el plan. Subí velozmente a mi casa y saqué las pistolas de debajo de mi cama. Las cargué con sumo cuidado y bajé casi a la misma velocidad.
Entregué un arma a Patrick y otra a Paul. Preparamos cada uno un vehículo para la huida después del tema. A un par de calles de la casa de Susan. Les entregué unos pañuelos a Patrick y Paul, para que no les reconociesen. Yo me subí el cuello del abrigo y me puse una bufanda para mantener mi anonimato. Aunque sabía que Susan me reconocería, eso seguro. Mike se quedaría en el callejón vigilando y cubriéndonos la huida. El PLAN era sencillo. Esperamos a que Susan y el Fetuccinni se sentasen en la escalera. Luego Paul y Pat irían hacía ellos por un lado de la calle y yo por la otra. Sin decir palabra, se encargarían del italiano. Yo me encargaría de Susan. Vaciaría mi pistola sobre ella. Luego huiríamos juntos hacia el callejón. Cada uno cogeríamos un vehículo y nos separaríamos. Mike se desharía de las armas. Nos dejaríamos ver a solas por el barrio. Pasado todo el jaleo seguiríamos con nuestra vida normal. Sencillo pero elegante.
Mike se posicionó en el callejón. Pat y Paul dieron la vuelta al edificio de Susan para poder venir hacía mí. Cuando les vi apostados en la esquina contraria, les di la señal y empezaron a andar ellos. Apenas teníamos que andar cada uno unos cincuenta metros, pero a mí me parecieron eternos. Pat y Paul tenían los pañuelos tapándoles la cara. Iban andando rápido y encogidos. Yo no paraba de sobar mi pistola. El sudor empapaba la palma de mi mano. Casi llegamos a la vez. El mundo se paró un segundo. Cipriani levantó la cabeza hacia donde estaba Pat y Paul. El Sol estaba de espaldas a mis amigos así que el Ravioli levanto la mano para hacer de visera porque estaba deslumbrado. Patrick abrió su abrigo y del bolsillo interior saco su arma. Paul se levantó el jersey y la camisa y sacó la pistola que estaba en su pantalón. Ambos dispararon a la vez, casi coralmente, y parecía que lo habían ensayado ya que cada uno eligió uno de los ojos del tortellini. Cada uno disparó unas cuatro o cinco veces. La cara de Susan estaba salpicada de los ataques, y su vestido blanco, estaba un poco manchado. Recuerdo la escena como vista desde fuera de mí, despacio. Susan se puso a gritar. Cipriani se había llevado las manos a los ojos tras el primer ataque, estaba en medio de un charco rojo. Mis amigos habían empezado a correr. La mirada de Susan les seguía y se topó conmigo. Miró mi mano. Más bien miró la pistola que estaba apuntándole desde mi mano. Un grito salió de su boca. Me había reconocido. Sus ojos suplicantes me rogaban que no lo hiciese. El primer disparo le llenó la boca en medio de mi nombre. Eso la obligó a callar. Vacié mi arma sobre ella. El vestido ya no era blanco, era escarlata. Salí corriendo tras Paul y Patrick hacía el callejón desde donde vigilaba Mike. La gente me gritaba, pero nadie corrió hacía a mí. Miré hacia atrás y los testigos se dirigieron a las escaleras a ver a Susan y a Cipriani. El Gordo esperaba con una tela extendida sobre la que colocamos las pistolas. Al dejar mi arma sobre las de Patrick y Paul me vi por primera vez mi mano temblorosa. Supongo que disparé desde demasiado cerca, porque pequeñas perlitas rojas se habían adherido a mi mano y a la manga de mi abrigo. Mike hizo un paquete con la tela y se la metió debajo de su abrigo. Le dije que las tirase en una alcantarilla a unas diez calles de allí, o mejor, que se acercase a la bahía y las tirase ahí cuando nadie mirase. Salimos a toda velocidad cada uno por su lado.
Según me contó después Paul fue a la misa de la tarde con su abuela. Nadie sospecharía de un buen cristiano que acompañara al Templo a una agradable ancianita apenas a cuatro calles de la casa de Susan. El Gordo fue a comer un bocadillo a puesto del Señor O'Malley. Como todos los domingos, estaba lleno, por lo que todo el mundo le vería saboreando un bocadillo de Roast Beef, algo que no hacen los culpables. Patrick fue a jugar al baloncesto a las canchas del barrio. Le sobraba adrenalina y desde allí saltaría hacia la libertad. Yo sin embargo decidí pasear alejado de todo. Lo lógico es que dejase ver por ahí, para encontrar cuantos más testigos, mejor. Pero no tenía ganas. Me había quedado vacío. Esos ojos verdes implorantes mirándome fijamente. Sabía que tenía que hacerlo, pero eso no iba a hacer que doliera menos.
A las cinco me fui para casa. En la puerta estaban los chicos esperándome. Subimos las escaleras sin decir nada. En los ojos de Paul y Patrick se veía el brillo del triunfo. Cuando cerré la puerta, empezaron a hablar los tres a la vez. Estaban nerviosos y excitados. Rememoraban una otra vez los detalles más morbosos. A cada frase la versión de los hechos variaba levemente, hasta que empezaron a aparecer en las sucesivas versiones hasta un policía de ronda a veinte metros o un objeto que intentó sacar Cipriani de su abrigo que bien podía ser un arma. Le pregunté a Mike a ver donde había hecho desaparecer las armas.
-No te preocupes por ellas-respondió-Están en lugar seguro.
Un rayo me partió la espalda. El plan era perfecto porque era sencillo. Y algo me dijo que esa respuesta de Mike no guardaba nada bueno. Cuando fui a responder, todo se deshizo como un azucarillo en el café. Llamaron a la puerta. Las autoridades estaban allí. Paul intentó salir por las escaleras de incendios de la ventana, pero lo atraparon. ¿Cómo había podido fallar todo? El bueno de Mike no me pudo aguantar la mirada. Nos interrogaron a los cuatro juntos, pero no era más que un trámite. Ahí, delante de nosotros encima de la mesa estaba la tela con las tres pistolas. La lámpara de encima de nosotros estaba encendida. Todo fue muy rápido. La detención, el juicio, la condena....
Me queda poco para cumplirla. He oído que Mike salió antes por buena conducta. Pero a Paul, Patrick y a mí no nos han reducido ni un sólo día. Recuerdo los detalles. Mi padre fumando con el gesto de desaprobación por mi conducta. Mi madre decepcionada y diciendo eso de "Ya decía yo que se juntaba con malas influencias" Mi hermana, debajo de mi ventana, sobre todo al principio de la condena, burlándose de mí. Recuerdo a mi padre rompiendo mi hucha para pagar el vestido de Susan. Recuerdo a Susan y a su madre en la puerta de mi casa mientras hablaban con mi madre sobre que la pintura roja en pelo había obligado a cortarle sus preciosos rizos pelirrojos. Recuerdo al señor Cipriani riéndose en la cocina de mi casa diciéndole a mi padre que no se preocupara, que eran cosas de críos. Recuerdo a Mike llamándome por teléfono a escondidas para pedirme perdón por no haber tirado las pistolas de agua, porque le parecía que era tirar los 8 dólares que habíamos invertido. Pero soy joven, y aguantaré todo el mes sin salir. Luego me pasearé por mi barrio, con la cabeza bien alta. Todos sabrán que conmigo no se juega. Todos sabrán de lo que soy capaz.

miércoles, 6 de julio de 2011

Diario de bitácora de Victoria's Secret

VICTORIA'S SECRET



Ella se acerca. Cierro los ojos con tanta fuerza que me duelen los párpados. Ella dice algo que no entiendo. Los abro de nuevo. Me libro del corchete del sujetador como lo haría un desactivador ante un explosivo. No cabe duda que a pesar de los años de experiencia es un rival terrible. Consecuente, duro, ineludible, inasequible. No es lo mismo que ella haga el trabajo. Y deja marca. Ya sabeis. Esa marca que queda en la espalda de las mujeres cuando se suelta. Algo que te dice permanente "Aquí estuve yo" No cabe duda. Las mejores victorias las disfrutas en función del rival. Su espalda liberada me guiña un ojo. No puedo evitar posar mis labios ahí donde el maldito Victoria's Secret aún ocupa un hueco que aún distrae a mi mente. Mi lengua va siguiendo su columna, lenta y metódicamente. Mis manos llenan sus hombros y torpemente siguen el dibujo de sus clavículas. Un suspiro sale de su boca, anunciando la rendición. Le huelo el pelo. "¿Coco?", pienso. "Centraté" me ordeno. Lentamente le voy dando la vuelta. Por sorpresa su boca encuentra la mía. Dura un segundo que me parece eterno. Musita algo mientras se pelea con mi cinturón. Ellas tienen sus sujetadores, nosotros nuestros cinturones. ¿Es justo, no? Pero ella sabe como hacerlo. Va bien. Para no aceptar mi derrota en este combate desigual, acabo yo el trabajo. Lo suelto. Y uno a uno voy soltando los botones de mis vaqueros. Desde arriba a abajo, tirando de la parte superior. Me está entrando el miedo escénico. ¿Que calzoncillos llevo? Con discrección libero mis labios de los suyos y miro para abajo. Veo como su mano me empieza a acariciar por dento de...., ¡Bingo!, mis Calvin Klein nuevos. El Dios del Sexo esporádico vuelve a hacer un milagro. Y yo soy su pastor. Separa sus manos de mis caderas manteniendolas dentro de la goma de mis calzoncillos mientras bajan acariciando con las yemas de los dedos mis muslos. Los CK bajan hasta mis rodillas. "Joder, 60€ para quince segundos de gloria. Mierda" Su boca me besa debajo de mi ombligo. Le beso en la nuca. "Guayaba", pienso. "Mierda puta. ¿Que coño es la guayaba?¿Como huele la guayaba? ¿Por qué estoy pensando en la guayaba?" Sus labios me sacan de esta discusión gilipollas conmigo mismo. Siento una explosión eléctrica en mi espalda y mis rodillas flaquean. "Te vas a enterar" pienso mientras la tumbo en la cama en la que ella está sentada y me dispongo a superar otra prueba como las de Hércules. El puto cinturón. Juego torpemente con la hebilla de su cinturón de mujer mientras hago un intento ridículo de besarla para distraerla de mi estulticia. "¿De verdad estoy besando a un pibón semidesnudo y se me ocurre pensar en la palabra estulticia?" Ella como mujer ve mis problemas con su hebilla y hace el trabajo soltándolo en dos diez. Desato el botón. Voy bajando la cremallera lentamente, de pie inclinado sobre ella. La miro. Dios, es preciosa. Sus ojos se me clavan. Sonrío como un bobo. Ella lo hace como una Diosa. "Mierda, las comparaciones son odiosas" Sí, ostias, las comparaciones son odiosas sobre todo si sales perdiendo. Sus Levi's caen al suelo. "¿Cuándo han caído? Mierda, tío, concentraté" Unas braguitas verdes de licra me saludan. No un microtanga de esos que, lo reconozco, no me gustan nada. Son unas de esas de semipantalón o como se diga. De repente me doy cuenta de la situación. Ella está maravillosa, vestida con sus bragas verdes y nada más. Yo inclinado, con la ley de la gravedad haciendo de las suyas con mi barriga cervecera, temblando como un chaval de quince años en el primer día que toca teta por encima, con unos CK de 60 € (¡60€! y son un gurruño ridículo) a la altura de mis rodillas y unos calcetines negros con la goma a diferente altura para más inri. Ya perdí. Lo voy a disfrutar más que ella, pero he perdido, lo sé. Antes de hacer lo mismo con ella, me libro de los calzoncillos y con un saltito ridículo trato de cogerlos en el misma acción. ¡Error! El calzoncillo hace una parábola imposible, la punta de los dedos de mi mano derecha rechazan la tela como dos imanes de polaridad igual, escapando de mi radio de acción con tan mala suerte que aterrizan sin ningún cuidado ni rubor en medio de su frente. Ella casi desnuda, tumbada bocarriba en una cama de hotel, con la piernas flexionadas tocando sus pies el suelo. Yo en plan flamenco, con un pie en el suelo, la pierna estirada haciendo equilibrios y la otra torcida sostenida en el aire hacía mi izquierda. Y unos CK que ahora ya odio en medio de su frente. La miro a los ojos pidiendo disculpas por el momento gilipollas y a la vez en mi cabeza maldiciendo al cabrón del Duende del Polvo Cutre. Ella me mira a los ojos. Yo trato de alejar mi mirada. Un mundo. Creo que la Guerra de los Cien Años duró menos. Un frío glaciar recorre toda mi columna vertebral paralizándome. Ella ríe. El reo ha sido liberado. Trato de respirar pausadamente. Libra su cara de mi calzoncillo. Aún no puedo creérmelo. Trato de no confirmar sus sospechas de que soy un imbécil. Cierro los ojos y suspiro. Crasso error. El último J&B Cola se esfuerza por recuperar la libertad. Estoy mareado, y la falta de oxígeno en mi cerebro no ayuda. Un "joder" se escapa de mis labios. Un "¿Que pasa? No te preocupes, esto a veces pasa." me humilla desde su boca mientras esos ojos increíbles me miran con condescendencia. Pongo cara de bobo. No, mejor. Pongo cara de más bobo. "No es eso, no es lo que piensas" me disculpo. Ella sonríe. Yo me duelo. "Estoy un poco mareado. ¿Te importa si me mojo un poco la cara?" "Sí" miente mientras ríe viendo mi cara como un recién afectado por un infarto agudo. Tardo en reaccionar. Me levanto con movimientos rítmicos, pausados. Me dirijo al baño. Voy cogiéndo aire a bocanadas rítmica para tratar de oxigenarme y evitar el efecto góndola. Un marmol rosa me deslumbra con su horterada de campeonato. Abro el grifo. Pongo el tapón del lavabo completando mi ritual. Espero que el mismo se llene más de la mitad. Meto las manos en el agua haciendo una cacelota con ambas. Unas manos me abrazan desde atrás. Ni me había dado cuenta que había entrado. Unos labios se posan en mi espalda mientras el agua me aclara las ideas. Mojo mi pelo mientras su mejilla reposa en medio de mi espalda. El agua rebala por mi cara mientras busco a tientas la toalla. Antes de culminar mi propósito, ella me gira. "Te vas a mojar" susurro. "Me apetece" dice en el poco tiempo que le queda mientras me besa. Cierro los ojos como un autómata. "No quiero que esto acabe" pienso mientras concentro hasta a la última de mis neuronas tratando de sacarles hasta la última brizna de mi potencial deseando que el tiempo se detenga y este momento no pase jamás. A tientas, y en mi oscuridad, sin abrir los ojos, ella extiende su brazo y palpa buscando el grifo de la ducha. El ruido del agua me saca de mi ensimismamiento. Ella separa sus labios de los míos. Ella separa su cuerpo desnudo del mío. Ella me separa de mi trance. No me atrevo a abrir los ojos. No me lo creo. Estar ahí. Estar con ella. Noto que anda hacia atrás. Su mano aún sostiene la mía. Noto como su brazo se estira y me guía adelante. Por instinto elevo el paso unos diez centímetros que es la altura que creo recordar del plato de la ducha. La mampara roza mi brazo izquierdo. Mi cuerpo empieza a mojarse. Me atrae hacia ella mientras me abraza. El chorro de agua me empapa. Me cuesta mantener los ojos cerrados. El agua se cuela entre nosotros. El agua es insabora, dicen. Pero ese sabor a agua domina todo mientras mis labios buscan a tientas de nuevo los suyos. En el camino, se encuentran torpemente con su nariz. La beso. Mis manos cojen su cara. Ahora sí abro los ojos. Tiene sus maravillosos ojos oscuros cerrados. Mis labios dejan escapar un te quiero sordo y furtivo. Ella los abre y yo disimulo, avergonzado por semejante temeridad suplicando que no haya visto nada. Su mirada atrapa la mía, y sus ojos no abandonan la trayectoria. Micorazón se desboca como un purasangre en el derby de Kentucky. Sonríe y me contagia. Pone sus manos en mi pecho y me acaricia suavemente. El vapor nubla la mampara de cristal. La acerco hacia mí. Me abraza poniendo su mejilla en la ausencia de sus manos. Cierra los ojos otra vez. Nos meto justo bajo el chorro dejando la huella de mi mano en la condensación. Mi barbilla se apoya en su cabeza y los dedos de mi mano izquierda se enredan en su pelo. Pasa sus manos por detrás de mi cuello mientras yo hago lo mismo a la altura de sus caderas. Ella se sube a mis pies como si bailasemos una balada lenta. Folsom Prison Blues de Johnny Cash se pasea por mi mente. Me estoy volviendo loco. Me encantas, Johnny, pero no cabemos los tres en esta ducha y el que sobras eres tú. Ella me empieza a besar el cuello suave y lentamente. Yo sonrío. Poco a poco, los besos se van transformando en mordisquitos, éstos en mordiscos para acabar casi en dentelladas. Se me eriza la espalda entera. Johnny deja su sitio en mi mente a las Leonas del Serengeti de los documentales de la 2, paseando a la gacela cogida por el cuello como trofeo. Ya no estoy loco, estoy enfermo. Se sube a horcajadas encima mío. La Koala australiana no abandona mi cuello. Mientras, intento apagar el chorro del agua. Lo logro. Vuelvo a escalar los diez centimetros del plato de la ducha como buen sherpa. Dudo un segundo si parar y coger una toalla. Mis prisas ganan y acelero el paso hasta la cama. Arrojándonos sobre ella, peleamos girando sobre nosotros mismos, hasta que logra ponerse encima. Ha vuelto a vencer. Me besa en los labios y va bajando rítmicamente, por mi cuello, la acaricio la espalda ,por mi pecho, cierro los ojos con mucha fuerza, por mi omblígo, suspiro, por mi...
Ella dice algo. Un gemido se me escapa y no la oigo. Lo repite más alto, pero mis neuronas aún no procesan. Abro los ojos. Ahí está ella, borrosa, pero aclarándose poco a poco. Vestida. Me siento decepcionado. Repite por cuarta vez. "¿Perdona, tienes hora?" Me recompongo rapidamente. Miro alrededor. La terraza del Toba's está llena. Miro mi reloj. "Las dos y cinco" digo. "Gracias" se despide con extrañeza en su mirada mientras se aleja hasta donde está su amiga. Se alejan riéndose mientras de vez en cuando miran para atrás hacía mí. Un calor ardiente asoma en mis mejillas que intuyo rojas. Suspiro. "Tengo que controlar mi cabeza" Mis ojos vuelven al periódico que habían abandonado diez segundos antes. "Perdona, ¿está ocupada esta silla?" Levanto la mirada y allí se me aparece un ángel rubio de ojos azules. Cierro los ojos con mucha fuerza. La noche es perfecta en esta pequeña cala. Las estrellas brillan y la luna llena domina en lo más alto. Mis manos sueltan el nudo de su bikini azul.......

lunes, 9 de mayo de 2011

Diario de bitácora de VISTAZO AL FUTURO


VISTAZO AL FUTURO


Otra tarde más volvía casa. La lluvia convertía un paseo agradable en un infierno húmedo y frío. Paró en el McDonalds y compró arroz tres delicias. Era su cena habitual desde hacía tres años, desde que Marisa consiguió el visado y emigró a Xiang Mehn. Él intentó llegar de ilegal, pero la policía de aduanas del Partido Comunista Liberal Chino le pilló y fue deportado. Juró que volvería a intentarlo, pero al volver encontró trabajo en el centro vacacional tropical de Santander y allí se quedó. No se vivía mal allí, y menos si hablabas mandarín o cantonés. Los turistas chinos encontraban gracioso la forma de hablar en chino de los occidentales.

Llegó a su portal. Se quitó la ropa mojada y se puso un albornoz. Encendió la tele. Su programa favorito acababa de empezar. Básicamente se trataba de un reality en que diez españoles eran encerrados en una fábrica y debían construir muñecas españolas a bajo coste, y el jurado, unos niños norcoreanos no debían distinguirlas de unas de las buenas fabricadas en Pyongponyang. A las peores se les nominaba y el expulsado acababa trabajando en las petroleras del desierto de Doñana.

Se conectó a Mega-Net. Tras borrar los 2936 mensajes de spam, comprobó su correo. Solo había un pedido de riñón. En sus horas libres, sacaba partido a sus estudios de ingeniería genética y clonaba ilegalmente para vender en la red. Desde la creación de la Fé Verdadera, resultado de la fusión de la Iglesia Católica, el Islam, el Judaísmo, el Hinduismo y el club de Fans de Britney Spears, el ejército Monoteísta prohibía la ruptura del monopolio de la Fé con respecto a la clonación, el aborto, los anticonceptivos y la pornografía infantil. Y los métodos para evitar que nadie entrase en el negocio eran duros. Ya le decía su madre que estudiase una carrera de provecho como Filología Clásica o Estudios Futbolísticos, pero no. Él era un idealista y pensó que podría acabar con la esterilidad congénita del género masculino.

Se quedó dormido delante del televisor mientras el presidente del gobierno de turno (está vez correspondía al presidente de Daewoo Spain S.A.) acababa su discurso tranquilizador sobre la lluvia ácida que estaba acabando con Lavapies y Chamberí.

Empezó a soñar en Marisa. La imaginaba en su trabajo de empleada del hogar en una casa de Shangai, con ese vestido tan corto, agachada mientras limpiaba, y él se acercaba, la levantaba, le desabrochaba el vestido y ….Le despertó un ruido intenso. Era la alarma de Google.com. Era un sueño no permitido, por no encontrarse al corriente del pago. Saco su tarjeta visa de médicos sin fronteras y pagó. En seis minutos llamaron a su puerta. Él abrió, y el empleado de google.com le tumbó, le arrulló, le tapó con las mantas, le conecto el ordenador en su occipital derecho y le inyectó su dosis de morfina y sedante. Y él, feliz y tranquilo fue cerrando sus ojos y empezó a soñar con Marisa, bebiendo Coca Cola®, conduciendo su Ford Asian®, a la vez que comían en Burguer King™ e iban a los cines Ster™ a ver “Star Wars© Eipisodio LXXVII;”., muy tranquilo mientras sabía que sus sueños pagaban impuestos para levantar el país. ¿O qué pensabas?¿Que los sueños son gratis?

jueves, 28 de agosto de 2008

Diario de bitácora de el croupier



El croupier










“El buen jugador de póker
juega sólo con una baraja”






Se llamaba Javier. La puerta del ascensor se cerró mientras él se arreglaba el nudo de la corbata y se ponía la americana. El ascensor se abrió. El salió a la recepción del Hotel. Moderna y fría, como la de todos los hoteles nuevos. Vacía como él. Hizo un gesto de saludo al recepcionista. Las puertas automáticas se abrieron a su paso. Salió a la calle. El frío de la noche le abofeteó la cara. Hundió su cuello en la americana todo lo que pudo mientras encendía un Marlboro. Anduvo unos cincuenta metros hasta donde había aparcado su todoterreno. Éste le saludo con un pitido y parpadeando las luces cuando pulsó el mando a distancia. Abrió la puerta e instintivamente lanzó el medio cigarrillo que le quedaba.

-En el coche no se fuma- musitó

Suspiró mientras metía la llave en el contacto. Cerró los ojos. Golpeó con furia el volante. Miró para el hotel. Allí, en la quinta planta, le pareció ver una silueta y después nada. Le confirmó lo que había visto el movimiento de las cortinas. Arrancó e hizo chirriar las ruedas al salir a toda velocidad. Quedó el silencio. La rabia le hacía palpitar las sienes a Javier. Encendió el CD. Los Piratas le regalaban “Promesas que no valen nada” Subió el volumen a tope. Uno, dos, tres, cuatro. Al quinto semáforo en rojo decidió parar. La rabia había pasado de sus sienes a sus ojos. Una lágrima le quemaba según rodaba por su mejilla.

-Hija de putaaaaaaaa- gritó mientras volvía a tomarla con el volante.

A su lado, un motorista le miraba alucinado. El semáforo se puso en verde y el motorista alucinado se iba haciendo cada vez más pequeño. Javier salió. Le gustaba conducir de noche por las calles vacías de Vitoria. Miró el reloj. Eran las tres y cuarto de la mañana. Decidió callejear. No quería volver a casa. Elena estaría durmiendo. No se sentía con fuerzas de tumbarse a su lado. Una vez más la había jodido, y el jurado esta vez no sería tan indulgente como todas las anteriores, y eran unas cuantas. Él era el juez, el jurado, el fiscal, el abogado defensor y el acusado. Y Javier estaba muy harto de sus propias escusas. Siempre pasaba lo mismo, él se acababa machacando por haber caído otra vez, y le quemaba el mirar a los ojos de Elena como si no hubiese pasado nada. Él había estado a punto de contárselo mil veces, pero al final el miedo le atenazaba y se callaba como una rata miserable. Incluso a veces lo insinuaba, lo dejaba caer, iba dejando migas como Pulgarcito. Era un juego cruel, pero le hacía sentirse superior. Sólo al cabo de un rato, cuando miraba la mueca de dolor de Elena se daba cuenta de lo cabrón que era. Y se sentía un montón de mierda. Y sabía que lo era. Luego la abrazaba, le decía que lo sentía, que sólo era una broma, le besaba, y Elena se sentía mejor. Incluso le pedía perdón por lo boba que había sido. Y él, magnánimo, le decía que no pasaba nada. Y en ese preciso momento se juraba que había sido la última vez. Que Julia se quedaba fuera de su vida. Pero Julia volvía a aparecer, caprichosa, egoísta, con un halo de atracción que sólo tienen las cosas prohibidas. Él, envalentonado con la certeza de que esta vez sí que iba a cumplir su promesa, le dejaba un resquicio en la puerta. “Siempre podemos ser amigos, grandes amigos” Y todo volvía a acabar como siempre. En alguna habitación de hotel, conduciendo de madrugada a casa, sintiéndose mal al tumbarse al lado de Elena y haciéndose de nuevo esa promesa. Otra vez esa promesa. La última vez.

El azar, el destino, el karma, un ser superior o alguna de esas mierdas le llevó hasta el parking de su empresa. Paró el motor. Ahí había empezado todo. Salió del coche. Y su cabeza le mostro, de nuevo, todos los pasos. Fue seis años antes.
Él llevaba trabajando un tiempo en una empresa de publicidad. Era una empresa moderna, fresca, con ideas nuevas. Acababan de conseguir un importante cliente. Uno de los líderes del sector de “productos femeninos” como solía decir la gerente de dicha empresa. Querían cambiar su imagen y pidieron varios proyectos para su comunicación en Europa. Ellos ganaron. Gracias a la idea de Javier del conejito, el coche amarillo y los árboles pintados de azul. Seguro que has visto el anuncio. Decidieron contratar un experto en Marketing internacional. Y la elegida fue Julia. Preciosa, morena, sensual, terriblemente inteligente, con una personalidad arrolladora, y ese acento tan dulce, tan peculiar, que sólo pueden tener quienes han nacido en las islas afortunadas. Justo en ese día, Elena comenzaba a llevar sus cosas al apartamento de Javier. Le presentaron el proyecto inicial a Julia para que lo adaptase a los mercados alemán, francés y británico. Ella rió de aquella manera que a Javier le hacía derretirse con el coche amarillo. Ya sabes, cuando pasa por el puente, es lo mejor del anuncio. Todo el mundo se ríe cuando lo ve. Andoni, el jefe, le pidió a Javier que pusiese al día a Julia, que quería un boceto a la mañana siguiente. Él protestó. En un receso se fue a ver a Andoni y le explicó que tenía que cenar con Elena esa noche. Era la primera que iban a pasar viviendo juntos. Andoni le miró y se quitó sus gafas de pasta amarillas que se había comprado en Barcelona la semana anterior. Ya sabes, las gafas de diseñador que les hacen tener esa cara de gilipollas a todos, esas de “soy cool” o “el timetable está descompensado” o “necesito un break” Le miró a Javier.

-Venga, Javi, si quieres te regalo todas las noches con mi mujer, pero no me jodas, es nuestra oportunidad y no podemos dejarla escapar. Esti lo entenderá, ¿no crees?-dijo Andoni

-Emmmm, supongo que sí-replicó Javier sin corregir lo de Esti en vez de Elena- No hay problema

Al salir del despacho Javier llamó a Elena. Se lo contó. Ella, triste pero comprensiva como siempre le dijo que no pasaba nada, que daba igual, que lo entendía. Se dijeron cuanto se querían y se despidieron con esa broma que sólo entendían ellos, que sólo les hacía gracia a ellos. El se dirigió a su despacho a trabajar con Julia. Cuando abrió la puerta ella estaba con la foto que Elena y él se sacaron en la Torre Eiffel.

-Guapa- dijo ella señalando la foto

-Sí que lo es, vamos a trabajar- respondió él secamente mientras le arrebataba el marco de entre las manos.

Empezaron fríamente. Ella le corregía todas y cada una de las ideas. El se desesperaba y pensaba que era una imbécil engreída. A las doce y cuarto, cuando descansaban comiendo la comida china que habían pedido, ella le espetó:

-¿Y qué tal el sexo en esta ciudad?

Javier se atragantó. No podía creerlo. Esa misma idiota que las once horas anteriores se había pasado diciéndole que sus ideas servían para una ciudad provinciana como esa no servían para la city, Düsseldorf o Lyon, le soltaba eso.

-Yo no me puedo quejar- le cortó él visiblemente incómodo

-Siempre se puede aspirar a más- le retó ella desde el final de la mesa dejando ver sus piernas embutidas en las medias negras mientras las tenía subidas en la mesa.

Javier la miró. Repasó el papel que tenía delante. Más o menos habían terminado el boceto. Cogió su americana. Torpemente se despidió. Salió a la carrera. Cogió su Opel Corsa y se dirigió a su apartamento. Elena estaba ya dormida. Él se quitó la ropa rápidamente. Se metió entre las sábanas. No paraba de pensar en las medias de Julia, en sus ojos verdes, en la mesa de trabajo. En realidad no había parado de pensar en ello desde que había empezado a trabajar con Julia. Ahora se daba cuenta, cuando un gemido salió de su boca después de echarle un polvo salvaje a una Elena en principio dormida. Cuando el sentido común regresó de vuelta los azules ojos de Elena le miraban con una, mezcla de pasión y extrañeza.

-Creo que me va a gustar vivir aquí- musitó

-A mí me va a gustar que lo hagas- respondió él.

Llegó tarde a trabajar al día siguiente. Estaba preocupado por no haber terminado el trabajo la noche anterior. No sabía cómo se lo iba a tomar Andoni. En cuanto dejó sus cosas en su despacho se fijo encima de la mesa. Había un Post-it de él. “Ven en cuanto llegues a mi despacho” Suspiró. “Ya está. Ya la he cagado” Se dirigió con paso titubeante al despacho de Andoni. Se paró justo delante de la puerta. Cogió aire. Golpeó la madera con los nudillos y giró el picaporte. Entró. Andoni se encontraba parapetado tras su mesa. Julia estaba sentada en la mesa de trabajo del despacho. Tenían gesto relajado. Ella llevaba la misma ropa del día anterior. Los ojos de ambos se clavaron en Javier.

-He estado hablando con Julia y me contó lo de ayer- dijo Andoni

-Ya, verás…. Es que….- fue a replicar Javier

-Me ha encantado. Muy buen trabajo. Formáis un equipo estupendo.- le cortó el jefe – Así que he decidido que vayáis a Frankfurt a presentar las ideas vosotros dos. Enhorabuena.
Javier tardó un minuto en asumir las palabras de Andoni. Miró fijamente a una sonriente Julia que trataba de aguantar una carcajada. Ambos salieron juntos del despacho. Tenían que preparar el viaje para tres días después.

-Gracias- soltó Javier

-De nada- replicó Julia- Me voy al hotel a ducharme y ya hablaremos. No te preocupes. Los hombres suelen salir huyendo de mí- rió

Javier le miraba alejarse. Sonrió. Por fin la oportunidad que estaba esperando y todo gracias a ella. Era muy buena tía. Seguro que se llevarían genial. Pero Javier no era consciente de exactamente cuánto.

Tres días después ambos triunfaron en la presentación. Fueron a cenar a gastos pagados por la empresa para celebrarlo. Habían firmado un contrato sustancioso para tres años y cuatro campañas. Bebieron, rieron, charlaron, se conocieron. Fue una noche estupenda. Al llegar al hotel se produjo uno de esos momentos incómodos que surgen cuando no sabes cómo despedirte. Debería haber una norma para eso. Al salir se dice, “nos despedimos con un apretón de manos” o “Un par de besos al aire está bien” o “Cuando desayunemos en mi cama no tires migas” Sería mucho más fácil. Decidieron darse un par de besos, de esos lentos, lo que produjo aún más incomodidad al irse separando las caras. Javier se metió en su habitación. Se soltó la corbata. Se quitó los zapatos y se tumbó en la cama. Miró el reloj. La una de la mañana. A las once salía su vuelo a Bilbao. Decidió llamar a Elena. Le contó lo de la reunión. Le dijo que le pensaba invitar a un fin de semana romántico a cualquier sitio para celebrarlo. Omitió a Julia. Le dijo que le quería. Colgó. Se puso aun más cómodo y cerró los ojos. Julia desapareció de su cabeza y él se fue tranquilizando. Pero la vida es, como dirían en una de esas novelas baratas de detectives, una fulana fácil con ropa interior de encaje, que te busca en cualquier rincón con intenciones nada claras. Y apareció delante de su puerta. Llamando. Con una camiseta larga, una botella de Champagne y nada más. Él fue a decir algo. La boca de Julia se lo impidió. Fue un beso intenso. Los últimos de Filipinas optaron en su momento por rendirse y él no iba a ser menos. La atrajo hacia sí. Cerró la puerta con la pierna. La giró sobre sí misma. Elena se difuminó del todo en su cabeza. La lanzó a la cama y la botella rodó por el suelo enmoquetado sin romperse. Se acercó. Ella le soltó el cinturón y bajó la bragueta. Le bajó el pantalón. Le besó en el ombligo. Le rompió los botones de la camisa. Él le sacó de un movimiento la camiseta. Ya sabéis, si a Sabina no le caben tantos besos en una canción a mí tampoco. Besos, caricias, lenguas, sudor, sexo, posturas, penetraciones, felaciones….. ¿De verdad os importa? Al día siguiente, la cara de Elena no se alejo ni medio segundo de su cabeza. Apenas hablaron. Lo justo y necesario. Llegaron a Vitoria en el coche de ella. El silencio quemó desde Loiu hasta la capital. Ella aparcó delante de la casa de Javier dónde le había recogido dos días antes. Javier bajó con su maletín. Dos adioses escuetos y fríos se cruzaron. Subió hasta su piso cuando vio alejarse el coche. Con las llaves de casa en la mano parado frente a la puerta se hizo por primera vez la promesa. Entró. Besó en la cabeza a Elena que estaba leyendo. Su vida de fugitivo mentiroso había empezado.

Los dos años posteriores el tándem siguió funcionando. La sala de fotocopiadoras a altas horas de la noche de trabajo servía de picadero improvisado. Cada viaje de trabajo acababa igual. Bruselas, Londres, Nueva York, Helsinki, Marrakech… Mil habitaciones de hotel, mil camas, un millón de besos. Y después silencio, incomunicación, remordimientos y siempre, su promesa. “La última vez” Él quería a Elena. Era su alma gemela. Disfrutaba de sus conversaciones, disfrutaba del sexo con ella, disfrutaba cuando Elena estaba ahí cuando las cosas estaban mal, disfrutaba de los viajes, disfrutaba hasta cuando ella se ponía a hacer pis mientras él se afeitaba. Pero Julia siempre aparecía.

A los dos años, Julia se trasladó a Barcelona. Decidió aceptar un puesto en una importante multinacional. Javier respiró. Sabía que podría mantener su promesa. Con Julia lejos, todo iba a ser más fácil. Y además, podían ser amigos en la distancia. Mucho más fácil. Pero la traición tiene las patas muy largas. Después de despedirse como sólo ellos sabían el último día antes de mudarse a Barcelona, y al repetir de nuevo su promesa perpetua, comenzó una nueva vida. Disfrutaba de Elena como nunca antes, pero de vez en cuando hablaba con Julia, se mandaban sms de lo más inocentes, algún mail de esos de broma. Pero no se puede mantener esas cosas alejadas demasiado tiempo. Y los mensajes se convirtieron en cosas menos inocentes, y los mail ya no traían powerpoints, y las llamadas las empezaron a terminar con susurros y con besos y con frases de doble sentido. Pero Elena había conocido a Julia. Y a Elena no le gustaba Julia. Esas cosas pasan. Y Elena sabía que Julia había ido a Barcelona. Y a Javier le había convencido verse un fin de semana en Barcelona. Se inventó un viaje a Amsterdam. Y pasó el fin de semana con Julia. Y al volver se volvió a hacer la promesa. Promesa que incumplió quién sabe cuántas veces. Pero Elena en su bendita ignorancia estuvo ahí cuando Javier tuvo el accidente de moto, y cuando murió su hermano, y cuando le encontraron el bulto en el cuello, aunque fuese un bultito de grasa, ella estuvo cuando él tuvo más miedo que nunca. Pero Julia no. Julia aparecía cuando se sentía mal, cuando quería follar, cuando necesitaba halagos. Empezaba siempre igual. Un te echo de menos por sms. Un qué bien lo pasábamos. Un no hay nadie en Barcelona que se te acerque. Un solo tú me hacer sentir. Un billete de vueling a Barcelona. Unas risas, unos polvos, unos días de sentirse especial. Otro vuelo con Vueling. La Promesa. Un sentirse mal con Elena. Un volver a empezar. Así pasaron otros cuatro años. Cada dos o tres meses la cosa se encendía y acababa como las anteriores.

Pero la última vez fue diferente. Ella fue a Vitoria. Él no iba a caer. Ella le sonrió. Él cayó. Y el hotel Ciudad de Vitoria se convirtió de nuevo en su guarida. Volvió a recorrer con sus labios cada centímetro de piel de Julia, volvieron a hacer las mismas bromas, volvieron a follar como siempre. Pero al acabar él le dijo como siempre que le encantaban esos momentos con ella.

-Y a mí. Pero esta ha sido la última vez. Me caso- le arrojó las palabras a la cara mientras fumaba un Lucky Strike

-Ya. Vale. Es la última vez.- Y él repasó por enésima vez su promesa

-No. No me has entendido. Es LA ÚLTIMA vez- repitió

-Bueno, eso no lo sabemos- Protestó él

- Yo sí. Yo no soy como tú. Yo cumplo. Ha sido divertido, pero tú no eres de la clase de hombres que me enamoran. No te ofendas. Ha sido muy divertido. Lo pasamos bien. Pero esto se ha acabado. Anda, ya puedes cumplir tu promesa. Pero si no te importa, me apetece dormir sola. Mañana me levanto temprano. No te molestes en llamarme, he cambiado el móvil y el mail. Me mudo a otro país. Lástima, te cogí cariño, pero es lo mejor. Sabíamos que esto era un juego. Jack es lo que estaba buscando.

Y ya sabéis. Él salió de la habitación dando un portazo. Y acabó en el parking de la empresa. Eran ya las cinco. Se subió con su cigarrillo de nuevo en su coche. Fue a tirarlo pero pensó que mejor no. Iba a cambiar su vida. Iba a cumplir sus promesas. Llegó a casa. Con las llaves. Enunció su promesa y entró. Tenía hambre. Fue a la cocina. Elena estaría durmiendo. Fue a abrir el frigo y en él encontró pegado un sobre. Lo cogió mientras con la otra mano sostenía un muslo de pollo. Empezó a leer mientras masticaba:

“Supongo que te preguntarás que es esto. Simplemente esto es mucho más fácil. Es difícil decir adiós y de esta forma es más fácil. No sé qué decir ni como. Pero lo intentaré. Simplemente, soy mejor que tú. Mi amor ha sido de verdad. Y nunca te he considerado idiota. Pero tú a mí sí. ¿Te crees que no se te nota? ¿Te crees que no sé lo que ha estado pasando todo este tiempo? ¿Te crees que eres el tío más listo del mundo? Pues no. Tengo una capacidad limitada de parecer idiota. Y no me da la gana. Te quiero, Javier. Bueno, te he querido. Pero no me compensas. No me compensas las noches en vela, ya no me creo tus te quiero, no me creo tus hasta que me muera. Simplemente me he dado cuenta que soy mejor que tú. Que me merezco RESPETO, pero tú no sabes qué es eso. Yo he sido de verdad, he sentido de verdad, he amado de verdad. Y tú te has dedicado a vivir una quimera. Falsa y mentirosa. Ya no me compensas. Ahora follate lo que quieras, haz lo que te dé la gana, y sigue viviendo de un pasado que no regresará. Pero yo me merezco alguien mejor que tú. Búscate un futuro tan falso y mentiroso como tú. Siéntete sólo, sólo y vacío, pero no me lo cuentes porque me das igual. EL amor que he sentido por ti ha sido tan enorme que he dejado pisar mi dignidad a cambio, pero tú no te lo mereces y te los has cargado. ¿Sabes qué? Que por primera vez desde que me mudé contigo me siento libre, libre y digna. Que te vaya bonito, pero sin mí.

ELENA

PD. Dale recuerdos a Julia de mi parte”

Y así quedó Javier. Sólo y con un muslo de pollo en la mano. Ni siquiera era capaz de decidir cómo se sentía. Quizás roto, quizás vacío, quizás ambos, pero consciente que se había equivocado todo este tiempo pero ya era demasiado tarde. Y lo más estúpido de todo es que había perdido la mano teniendo todos los ases en la manga. Y entonces Javier se prometió a sí mismo que iba a cambiar y que esta vez lo cumpliría.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Diario de bitácora de DESRECUERDOS

desrecuerdos



(forget, forgot, forgotten)





Mi cabeza revienta. Millones de ideas se agolpan cuando trato de descansar. Cuando trato de no pensar en nada, mi cabeza se dedica a jugarme malas pasadas. Cuando trato de olvidar, mis recuerdos vienen a mi mente. Veo imágenes a través de una especie de neblina.


Una espalda se libera del cierre de un sujetador rosa. El pelo cubre esos hombros. Trago saliva. Mi mano se dirige como hipnotizada a acariciarla. En cuanto la toca, la piel sobre mis dedos se estremece. La dueña de la espalda se ríe y suspira. Un tatuaje pequeño que no soy capaz de distinguir, me saluda alborozado desde su omóplato izquierdo. El cuello se contrae. La cabeza empieza a girar. Estoy a punto de ver su rostro. Las sábanas rojas llenan la habitación. Mi visión se funde a rojo y un dolor punzante me perfora las sienes.

Me despierto empapado en sudor. Cojo un pequeño bote vacío a la mitad. Saco una de las píldoras rojas que contiene. Me la meto a la boca mientras mi mano tantea la mesilla en busca de un vaso de agua. Doy un sorbo y trago. Mi corazón se relaja. Miro distraídamente el despertador. Las tres y cuarto. Me siento al borde de la cama. Busco dentro de mis pantalones y saco un paquete de tabaco. Mientras aspiro la primera calada, abro las cortinas y observo la calle. Londres duerme silencioso. La lluvia golpea la ventana. Romilly Street está desierta. Decido tumbarme, a ver si concilio el sueño. Enciendo el equipo de sonido. Bob Dylan me acompaña en mi soledad. Apago el cigarrillo y me pongo a pensar en lo que acabo de soñar, pero acabo conciliando un sueño rojo.

El despertador suena a las siete menos cuarto. Me levanto. Pongo la tetera al fuego. Mientras se prepara el desayuno me voy al baño, y me ducho. Durante unos minutos me quedo bajo el chorro de agua. Cierro los ojos.

El cartel de Clink Street me saluda. La lluvia me empapa. Miro el reloj. Las seis de la tarde han pasado. Me impaciento. Entro en Vinopolis. Miro a la barra. La camarera está leyendo un libro. Pido un Burdeos Cavernet Sauvignon. Tras pagar £3, me doy la vuelta. Sentada en una mesa hay una mujer de espaldas a mí. Me dirijo allí. Doy un sorbo a mi copa. El rojo del vino me nubla la vista. Un calor intenso recorre mis orejas hasta las sienes.

La tetera empieza a pitar. Un poco mareado y sin terminarme de aclarar salgo desnudo de la ducha. Voy mojando todo el pasillo hasta la cocina. Quito la tetera del fuego. Me quemo la mano. Pongo la bolsa de té en la taza y echo el agua. Vuelvo al baño y me acabo de secar. Mientras me termino de poner la corbata, me meto en la boca la tostada. Un pequeño dolor pasea por toda mi frente. Mientras cierro la puerta de casa me meto en la boca una de las pastillas del botecito. Compro el Daily Mail y llego a la estación del metro de Leicester Square. Busco mi tarjeta Oyster. Cuando la encuentro, paso el torno. Un músico callejero nos ameniza la espera asesinando a Dire Straits. El tren llega enseguida. Entro. Nunca hay asientos libres. Agarro la barra con una mano mientras sufro leyendo en el periódico una nueva derrota del Tottenham. Este año vamos de culo. En Embankment entra una mujer. Nuestras miradas se cruzan. Ella sonríe. Yo, avergonzado, pongo mis ojos en la foto de la final de cricket. Ella se va unos tres metros más allá. Al notar el movimiento del tren, levanto los ojos. Lleva una camiseta sin mangas de color verde. Me fijo en un pequeño tatuaje que lleva en el hombro.


Estoy contento. Me rio de un chiste malo de Patrick. Jodido irlandés borracho. Miro a la chica que está sentada de espaldas a nosotros. Las guinness que me he bebido en el pub celebrando el día de San Patricio hacen una apuesta con mi vergüenza y ganan. Decido acercarme a la mujer. Cuando voy a tocarle el hombro, la cazadora roja llena toda mi visión. Una jaqueca horrible me obliga a cerrar los ojos.


Alguien me empuja y mi periódico cae al suelo. La gente sale del vagón combatiendo con la gente que quiere entrar. Miro la placa de la estación. Euston. Me doy cuenta que hace unas siete estaciones que debería haber bajado. Consigo salir del metro casi al tiempo que empieza a cerrarse las puertas. Me siento muy raro, incluso algo preocupado. Busco mis pastillas y me tomo dos o tres de golpe. Cuando subo las escaleras llego a la Estación y salgo a Eversholt Street. Decido caminar un poco en dirección al río. Me paro en Tavistock y en un pequeño café, compro algo caliente para llevar. En frente, hay un parque. Decido sentarme en un banco. Busco mi teléfono móvil. ¿Cómo hostias se llama? ¿Doctor… Parker….Peker…? Ah, sí, Tacker. Busco su número en mi agenda del teléfono. En ese momento mi teléfono empieza a vibrar y a sonar. Instintivamente pulso el botón verde y me lo llevo al oído.


-¿Sí?


-Nick, soy yo. Ya sé que no te apetece, pero evitarme no solucionará nada.-dice una voz de mujer- Tenemos que hablar


-Joder. ¿Por qué siempre se empieza con un tenemos que hablar, para decir que se quiere dejar de hablar? No tengo nada que hablar contigo-replico


-No seas crío, Nick, te espero en casa. A las seis- me responde- No llegues tarde, como siempre


-Como siempre, vete a la mierda, Ka….- intento reponder, pero un dolor me hace llevarme la mano a la cabeza, y el rojo del teléfono no me permite ver nada más.


Cuando me quiero dar cuenta, mi teléfono está desmontado en el suelo. Busco la batería y doy con ella al lado de una lata de Dr. Pepper. Cuando consigo ponerla y cubrirla con su carcasa azul, lo enciendo. Marco el código y espero. Siempre me ha dado rabia el tiempo que pasa desde que enciendes el móvil y puedes empezar a usarlo. Me vuelve a sonar, y espero a tragar las pastillas que me he metido en la boca antes de contestar.

-¿Sí?-digo


-¿Nick? Soy Martin. ¿Dónde estás? Llevo esperándote dos horas. Por cierto, ¿porqué me has colgado antes?


-¿Cuándo?


-Por dios, Nick, acabo de llamarte y me has colgado


-Acabo de estar hablando con una….no sé. No me encuentro muy bien, Martin. Tienes el contrato encima de mi mesa. Voy a ir al médico. Encárgate tú, ¿vale?-balbuceo al bueno de mi socio


-Pero Nick, es tu traba….-intenta replicarme, pero el botón rojo le impide seguir hablando.


Concierto una cita con el doctor Tacker. No me puede atender hasta las seis y media de la tarde. Decido dar un paseo. Voy andando por Kingsway hasta la ribera norte del Támesis. Llego hasta Victoria Embankment. Siempre me ha relajado el río. Empieza a hacer frío. El otoño está dejando de ser un verano tardío. Anochece cada vez más pronto, y el frío te pilla desprevenido cuando menos te lo esperas. Encuentro un puesto callejero y me compro un sándwich y un té. En el primer banco que encuentro sin un okupa borracho o una turista encima me siento en el respaldo y empiezo a comer con desgana. Estoy preocupado. Llevo un tiempo con mareos, y empiezo a ver cosas. El doctor me dice que sólo son pequeñas cefaleas, y eso me produce aturdimiento. Pero yo no sé si creerle. La verdad es que las pastillas que me recetó me van muy bien. Me relajan. Es una eminencia. Me lo recomendó Martin.


Sigo andando por el río. Está muy marrón. Le da un aire distintivo, suele decir Patrick, el color distintivo de la mierda inglesa. Jodido irlandés. Sigo andando. ¿Quién coño es Patrick? Una vez más me vuelvo a asustar. Me suelen pasar estas cosas. Recuerdo cosas que no recuerdo. Hay gentes que de vez en cuando se dan un paseo por mi mente y sólo dejan una firma ilegible. O tal vez me estoy volviendo loco. Que jodido es el miedo. Nunca he sido muy hipocondriaco, pero me imagino un tumor creciendo en mi coco. Es muy jodido tener miedo.

Acabo el sándwich y el té y sigo andando en dirección este. En el puente del milenio echo un vistazo en dirección a la Tate modern. Siempre me ha parecido una mierda de edificio. Siempre hay cientos de pseudointelectuales sentados en un rollo hippie, tomando sus cafés de Starbucks y turistas perdidos. Sigo andando. Llego a uno de mis rincones favoritos de Londres. La Torre se levanta majestuosa ante mí. Al cruzar la mirada al margen opuesto del Támesis, veo el HMS Belfast, que me recuerda la guerra que nadie vemos y en la que nos vemos inmersos. Es una guerra que sale todos los días en la tele, y de la que casi nadie se acuerda. Es más fácil guerrear cuando las bombas estallan en otra panadería que no es la tuya, y el Chelsea no juega con riesgo a que suenen las sirenas. En frente mío, el Tower Bridge me enseña la típica postal que mandaría a alguien si sólo viniese de vacaciones a la city. Subo por Mansell Street, y me paro inconscientemente ante un escaparate. Es una agencia de viajes. Ofertas para Mallorca, Croacia, París… Tiene una de esas maquetas de aviones que planean en medio del ventanal. Me quedo mirando el avión.


Estoy en la terminal sur de Gatwick. Llego tarde. Malditos clientes. Miro mi reloj. El vuelo a Roma sale dentro de media hora. Allí está ella. Debajo del panel de salidas. Está de espaldas. Decido darle un susto. Le gusta que le tome el pelo. No puedo asustarla. Tan sólo puedo abrazarla por la espalda. La aprieto contra mí como si fuese la última vez. Ella me acaricia con fuerza los brazos. Aspiro el olor de su nuca. Estoy feliz. Miro al frente el gran reloj que domina la puerta de embarque. Es un reloj digital gigante cuyos números son rojos. Llego a tiempo. La voy girando poco a poco para besarla. Ella no para de reír. La voy a mirar los ojos, pero un clavo ardiendo en mi cabeza me impide mantener los ojos abiertos. Con los ojos entrecerrados observo que el rojo de los números digitales del reloj domina toda la terminal.


Alguien me pregunta si estoy bien. Es el empleado de la agencia. Me dice que llevo como veinte minutos parado delante del comercio. Miro el reloj. Las seis y cuarto. Me tambaleo un poco a causa del mareo. Me meto la última pastilla en la boca. Empiezo a correr en dirección a la consulta del doctor Tacker. Llego justo a la hora. La enfermera me hace pasar. El despacho está vacío. Estoy sudando a mares. Jadeo. Mi corazón late con fuerza. Me siento en la silla. La enfermera cierra la puerta. Observo toda la habitación. Está llena de títulos colgados en sus paredes. A mi derecha hay unas baldas llenas de libros. A la izquierda hay una camilla y un biombo. Junto a estos, un armario con cosas de médicos. Encima de la mesa hay un cerebro de plástico qué, cómo comprobé anteriormente, se desmonta en unos mil pedazos y no da tiempo a montarlo antes de que el doctor aparezca. También está su teclado y una pantalla del ordenador. Es ordenado el doctor Tacker. No tiene muchos papeles. Mi mesa tiene montañas de ellos, sin embargo aquí tan sólo hay una carpeta solitaria. Es difícil leer al revés. SHUTON , NICHOLAS. Ajá, ese soy yo, y seguro que dentro está mi tumor. Entra el doctor. Nos saludamos. Me pregunta por la urgencia, que si me encuentro bien. Le cuento lo de mis mareos, lo de mis alucinaciones, lo de las lagunas mentales. Él le quita importancia. Me habla de stress, de tensión. Me dice que es lógico. Me pregunta por mis pastillas, que si me quedan suficientes. Le miento diciendo que sí. No sé porqué. Me jode que me trate como un niño pequeño. Me recomienda relajación. Me dice que me tome unos días. Yo asiento, pero le digo que estoy muy preocupado. Me da la tarjeta de un amigo suyo. La leo. “George Harrington. Psiquiatra” Me dice que es posible que todo sea psicosomático. Que estoy trabajando mucho. Le replico que me gusta más la idea de las vacaciones. Que me tomaré unos días. Probablemente me iré a Italia, siempre he querido hacerlo. Él me dice que necesitaré más pastillas. Va a buscarlas. Miro la carpeta. Instintivamente la abro. Sólo leo la primera frase. En rojo, SUJETO EXPERIMENTAL. Cojo la carpeta y salgo corriendo. Al salir a la calle, paro un taxi. Buenos días, a Gerridge Street número 17. Cuando el taxi arranca, abro la carpeta. Se me describe como un sujeto obsesionado, paranoico. Dice que se prueba conmigo una terapia experimental de olvido inducido. Laser en el cerebro, terapia psiquiátrica, hipnosis. Se descarta la cirugía cerebral al considerarla excesivamente invasiva. Muchas drogas. Después de tres meses ingresado, se me da el alta. Se decide probar un medicamento nuevo. Una especie de toxina que ayuda al aletargamiento de los recuerdos. El cabrón escribió a mano. Tras quince consultas, es un ¡¡Éxito!! Me siento estafado. Me siento castrado. Me siento violado. Miro la fecha del tratamiento. Fue hace casi dos años, y no recuerdo nada. Si a este hijo de puta sólo lo conozco desde hace unos seis meses. El taxi para. Le doy un billete de 50. Me bajo y no recojo las vueltas. Subo a la oficina. Entro sin saludar a nadie. La jornada se ha acabado, pero en mi oficina casi nadie se va a la hora. Me encierro en mi despacho. Le doy mil vueltas. Me empieza a doler la cabeza. Involuntariamente echo mano al botecito. Está vacío y lo tiro a la papelera. Decido ir a hablar con Martin. Sólo puedo confiar en él. Cuando voy a entrar, su secretaria me dice que está con su esposa. Hago caso omiso. Abro la puerta.


-Hola Martin, hola Karen- saludo -Martin, ¿puedo hablar un momento contigo, por favor?

Me fijo en la sala. Es enorme. Unas cinco veces mi despacho. Pero está casi vacío. Una mesa grande, un Mac, dos sillas para las visitas y un cuadro que si no recuerdo mal, aún no hemos acabado de pagar, y no creo que lo hagamos nunca. Martin hace ademán de levantarse. Está vestido de smoking. Me acordé de la recepción en Buckingham Palace. Yo también estaba invitado. Lo había olvidado En una de las sillas de visitas, sentada de espaldas a la puerta está Karen. Siempre me ha caído bien, pero creo que yo a ella no. Siempre me evita. Lleva un vestido de noche palabra de honor, que deja al desnudo sus hombros. En el izquierdo, un pequeño tatuaje de un Hada me saluda como hacía tiempo que no hacía. Mi cabeza entra en ebullición. Mil recuerdos anteriormente castrados vienen a mi mente.


-Hola, Nick-responden los dos al unísono- Por supuesto, ¿Qué sucede?- dice ahora sólo él.

-Era para…preguntarte por el contrato Murdoch- sólo acierto a preguntar- ¿Cómo ha ido?

-Verás, Nicky, sólo puedo decirte…..¡que somos asquerosamente ricos!-dice- Han firmado. Buen trabajo. Pero mañana te cuento. Ahora llegamos tarde.
-Claro, claro - respondo - Adiós, Karen, adiós Martin – me despido de ellos mientras cierro la puerta.

Salgo del edificio. Enciendo un cigarrillo. Me tiembla la mano. Empiezo a revivir en mi cabeza los huecos de mi vida. Karen no era la Karen de Martin, era mi Karen. Era mi novia. Martin no era el socio mayoritario, era yo. Joder, hasta su despacho era mi despacho. Mientras ando en dirección a ninguna parte, recuperando mi vida, llego a Elephant and Castle. Cojo el autobús 12 y me siento. Recuerdo que era feliz con Karen. Tenía mi empresa de publicidad. La conocí en el metro, al celebrar con Patrick, jodido irlandés loco, mi socio, un San Patricio. Empezamos a hablar. Me dio su teléfono. Al día siguiente le llamé y quedamos en Vinopolis. Fuimos a cenar a un Restaurante Tailandés en Bank End, al lado de The Anchor. Hablamos toda la noche. Quedamos varias veces y poco a poco nos enamoramos y nos fuimos a vivir a Chelsea juntos, en una casa en Oakley Gardens. Ella me convenció de que dejase a Patrick y montase una empresa por mi cuenta. Me presentó a un publicista mediocre, un tal Martin, que me propuso montar una sociedad. Por Karen, acepté, pero me guardé la mayoría de las acciones. Las cosas iban bien. Estábamos muy felices, y en la empresa todo funcionaba correctamente. Gracias a mí, eso sí. Al volver de un viaje que hice con ella a Roma, descubrí que Martin había tirado a la basura un par de campañas que llevaba preparando desde hacía meses. Decidí darle la patada. Al volver a casa, entré en el dormitorio y los encontré en la cama. Todo se vino abajo. Salí disparado. Me aislé durante un par de días. Estaba en shock. Ella me llamó, y me dijo que fuera a casa para hablar. Yo aparecí para mandarle a tomar por culo, pero mientras discutíamos, alguien me puso un pañuelo en la nariz. Recuerdo que desperté aturdido. Vi a Tacker por primera vez. Estaba hablando con Martin. Y empezó el infierno de las drogas, y el encierro. Total, que acabé, sin mi casa, que es donde viven ellos, sin la mayoría de la empresa, sin Karen, y sin mi vida. Me han robado todo. Me bajo en Marble Arch, y sin pensarlo acabo en Hyde Park Corner. Me siento un pedazo de mierda, furioso, eso sí, pero un pedazo de mierda al fin y al cabo. Mi vida se ha esfumado. Mi pasado ya no está. Trato de recordar, y no sé si lo que he vivido es verdad o no. Me siento en un banco. Saco otro cigarrillo. Cierro los ojos y trato de concentrarme. Todos los recuerdos parecen contaminados por el doctor y esos dos hijos de puta. No sé qué hacer. De repente, vienen a mi mente recuerdos con aspecto puro. Mi primera bici, mi colegio, la hermana Mary, mi madre con una tarta de cumpleaños para mí, los días que salía con mi padre a cazar, la muerte de mis padres. Eso no han podido robármelo. Mi niñez está ahí, intacta. Eso me va a ayudar a dejarme en paz conmigo mismo. Esos recuerdos van a ayudarme a acabar con esas dos víboras.

Son las nueve de la mañana. Estoy de pie en un banco de madera. En la sala hay mucha gente y toda me mira a mí. Entra un hombre con gesto serio. Luego entran más persona. Empieza a hablar alguien, pero yo no le escucho. Esta vez de forma consciente, estoy en Oakley Gardens. Salgo de un coche que he alquilado. Me planto delante del número 7. En el suelo está el The Sun (siempre has sido un hortera, Martin), y en su portada la fotografía del doctor Tacker bajo el titular que decía algo de su salvaje muerte. Abro la puerta con la llave que solía guardar en el marco de la puerta de mi ex despacho. Ni siquiera han cambiado las cerraduras. Entro a hurtadillas. Subo al segundo piso. La puerta del dormitorio está entreabierta. Miro en el interior. Están durmiendo juntos en mi cama. Entro. Carraspeo fuerte a la vez que enciendo la luz. Ambos se despiertan y me miran aterrorizados. Empiezan a llorar, a suplicar, a prometer. Les mando callar. Me hacen caso. Debe ser mi cara de ira, o tal vez arrepentimiento. No, estoy seguro que es la escopeta que llevo en mis manos. Mi padre me enseñó a usarla cuando era niño. Nunca me entusiasmó la caza, pero me gustaba disfrutar de esos días con mi padre. Les apunto. Aprieto el gatillo. Toda la habitación se llena con el rojo de su sangre.


Estoy sereno. Sé que ha sido un recuerdo, no una alucinación. Lo sé porque no me duele la cabeza, porque no he tenido lagunas, porque recuerdo perfectamente lo que ha pasado a mí alrededor. El jurado me acaba de absolver. Acabo de recuperar mi vida.

homenaje a charlie kaufman, michel gondry, pierre bismuth

creadores de "olvídate de mí"