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Paseantes por mis cuentos

sábado, 11 de agosto de 2012

Diario de bitacora de El Plan


Me llamo Sean y estoy cumpliendo condena. La vida es así de hija de puta. Te lo da todo y después te lo roba. Y encima te cae encima todo el peso de la ley cuando haces justicia. Recuerdo aquellos momentos como si fuese hoy mismo. Cada detalle martillea en mi cabeza. La acera de la calle manchada de rojo. La gente increpándome cuando salía de allí corriendo. Sujetaba mi pistola dentro de mi bolsillo. El corazón me latía a mil pulsaciones. Un calor tremendo me quemaba las mejillas. Y sus ojos, esos preciosos ojos verdes suplicándome que no lo hiciese cuando apreté gatillo. Mi ropa manchada cuando llegué a casa y como entraron a mi salón para cogernos a los cuatro. Los jueces no tuvieron piedad. Nada de lo que dijimos nos sirvió. Sentencias severas a los cuatro. Supongo que lo qué buscaban eran castigos ejemplares. Pero la Justicia había sido hecha. Teníamos toda la razón. Ella había empezado. Y en mi barrio, delante de todo el mundo. Yo no lo pude permitir.
 El plan estaba en marcha. Todo estaba perfectamente calculado. Todos los míos habían recibido sus instrucciones. Son unos grandes tipos. En cuanto supieron de mi desgracia, estuvieron a mi lado todo el rato. Desde los "días felices" no he vuelto a ser el mismo. Me he vuelto más cínico. Las cicatrices en mi alma me han hecho un tipo más distante, más frío, más calculador. He perdido esa inocencia que sólo mantienen los que creen en el amor y los que aún sueñan con que una persona va a estar para siempre a nuestro lado. Vivía  permanentemente equivocado hasta que trace un plan. Hasta que tracé EL plan.
Me acuerdo cuando la conocí. Estaba guapísima. Paseaba por la calle con su madre. Nosotros estábamos en el banco pensando en cómo joder al tendero chino de la tienda de la esquina. No podía hacer otra cosa que mirar su sonrisa desde lejos. Llevaba un vestido de flores blanco. El mismo que llevaba en el momento de LA VENGANZA. Me quedé petrificado. Paul me sacó del trance dándome un puñetazo en el brazo. Demasiado tarde. La víbora del amor ya me había inoculado todo el veneno.
Dos días después la encontré en el parque de Vanderbilt. Estaba con esa ridícula polaca amiga suya. Siempre me odió. Era recíproco. Me acerqué junto a ellas. Me presenté. Ella me sonrió. La otra por poco me escupe su indiferencia a la cara. Mickey llegó a nuestro lado cuando les contaba el día que me encargué del Padre Cascarino, ese jodido cura de Inmaculado Corazón. Teníamos un asunto al lado del estadio. Teníamos un negocio con un tipo de Queens referente a los dos jugadores traspasados por los Yankees al final de las series mundiales. Hacía frío. Ella tembló. Cuando me levanté y llevaba tan sólo tres pasos, me di la vuelta. Me quité mi cazadora de los Giants y se la puse en los hombros.
-Mañana quedamos aquí y me la devuelves- Dije mientras la fragancia de su pelo me llenaba la nariz
-Vale-musitó ella
El negocio salió bien. Con mi parte invité a cenar a mis tres colegas. Seguro que la comisión de la MBL no iba a ser capaz de sacar nada en claro. Así éramos nosotros. Unos tipos duros en la ciudad más difícil del mundo. El skyline de Mannhattan nos soltaba toda su arrogancia en la cara de personas de barrio, pero los tipos duros que vivíamos al otro lado del puente le enseñábamos el dedo corazón con todo nuestro orgullo proletario.
Todo fue bien mientras el otoño pasaba. Es lo que tiene encontrar el amor en un agujero como Brooklyn. El mundo es más sencillo cuando una calle te separa de los italianos, griegos o de los portorriqueños. El mundo debe ser ordenado. No es racismo. Los hijos de la Isla Esmeralda nos manteníamos a distancia de esos comespaghettis. Pero no. La Tranquilidad y el Orden no duran. Recuerdo cada segundo al lado de Susan. Las risas. Los perritos en Sherman street. Los besos furtivos en Marchate Circle. Pero no hay felicidad que cien años dure. Y su dulzura y pasión se fue tornando escusas y frialdad. Ponía pegas para que quedásemos. Cuando estábamos juntos, tenía la mirada perdida y las risas a mis bromas se convirtieron en indiferencia. Y con su amor se fue mi buen carácter. Y con mi buen carácter se fue el otoño.
En el invierno nadie me aguantaba. Todo era un carácter deleznable y una queja permanente por la actitud de Susan. Hasta que un día, cercano a Navidad, que estaba tomando algo con los chicos Paul hablaba de cómo les jodía a esos jodidos griegos que habían comprado el colmado del señor O'Riordan, cuando Mike "El Gordo" habló de ella. Había intentado llamarla pero ni si quiera me devolvió la llamada. Había decidido ponerme la coraza de indiferencia y quedar con los míos a lamerme las heridas en silencio. Pero Mickey, que éramos amigos desde el parvulario, nunca había destacado por su discreción, y dijo algo de ella, una puta y un descampado. Fue un acto reflejo. Ni siquiera recuerdo el comentario. Mi mano alcanzó la botella que reposaba en la mesa y le impactó con tanta fuerza en la cara de Mickey haciéndose añicos que una herida enorme se formó en su frente. Recuerdo salir corriendo con mi mano llena  de la sangre de El Gordo. Recuerdo a Paul ayudando a Mike. Recuerdo los insultos de Patrick persiguiendo mis oídos mientras yo corría calle arriba. Tenía un objetivo. Llegué sin pararme hasta el portal de ella. Iba a decirle que yo no era una basura que pudiese maltratar. Que yo me había ganado el respeto de todo el barrio y que ella me lo debía también. Ella lloraría, seguro, pero se daría cuenta al instante y se echaría en mis brazos pidiéndome perdón y seríamos de nuevo felices. Seguro. Una corriente eléctrica recorrió toda mi espalda dejándome petrificado a unos doscientos metros de su casa. Me escondí tras un coche. No podía creerlo así que me asome de detrás del coche para mirar a su portal. Y allí la vi. En las escaleras de su casa, riendo, preciosa, acaramelada con Cipriani. Un Pepperoni hijo de unos mercachifles de carne del otro lado de la autopista esnifaba su pelo. Y yo perdí todas mis fuerzas. Pensé en hacerme notar, pasar delante de ellos, y mostrar todo el desprecio del que sería capaz. Pensé en ir a las bravas. Pararme delante de ella y decirle a la cara y a voz en grito lo zorra que era. Pensé en encargarme del italiano allí mismo. Debería recibir una lección que no olvidase jamás. Encima en mi territorio, a plena luz del día. ¿Quién me iba a respetar así?
Decidí alejarme de forma discreta. Una tormenta me empezaba  a nublar la razón. Decidí volver a mi casa. En menos de media hora lo había perdido todo. A Susan y a mis amigos. Mike, Paul y Patrick no me perdonarían el incidente de la botella. Con razón. Les estuve esquivando toda la semana. Apenas salía de casa lo imprescindible. Patrick me llamó unas cuantas veces a casa, pero ignoré sus llamadas. Me enteré que los chicos habían mantenido el pico cerrado sobre el asunto de la botella cuando en el hospital fueron interrogados por las autoridades. Grandes tipos mis amigos. La víspera de Navidad, a la mañana, llamaron a mi puerta. Al abrir allí estaban esos tres tipos. Con la mirada dura. El pobre Mike conservaba un vendaje enorme en su ceja izquierda. Bajé la mirada avergonzado. Mike me posó su mano en mi hombro. Cuando levanté la cabeza ahí estaba su sonrisa. Miré a Paul y a Pat y ambos estaban sonriendo también. Fui absuelto por mis amigos. Decidimos bajar a la calle. Hacía un día soleado y muy frío en Brooklyn. Les empecé a contar lo de Susan. Ellos ya lo sabían. Katheleen, la hermana de Mike, había visto a Susan con Cipriani. Supongo que ya sería la comidilla en todo el barrio. Yo me sentí aún más humillado.
- Sabes que esto no puede quedar así, ¿verdad?- inquirió Paul - Tienes que hacer algo.
-Lo sé- Musité.
Ese fue el momento en el que todo empezó a tomar forma en mi cabeza. Fue el momento exacto en el que nació EL PLAN. Al día siguiente empezaban las fiestas de Navidad. Desengañémonos, son días en los que tipos como nosotros sacamos bastante dinero. E íbamos a necesitar mucho. No es barato conseguir armas, os lo aseguro. Un tipo de Seeley St.  nos pasó tres pistolas y munición. Era o todo o nada. Esperamos hasta que Cipriani volviese otra vez a mi barrio. Tardó casi un mes, pero a finales de enero, un domingo, estábamos Mike, Patrick y yo jugando a las cartas cuando Paul vino corriendo. Era un tipo pequeñajo, pero entre lo rápido que vino y sus enormes dientes que se pegaban para ver cuál de ellos se alejaba más de su boca parecía una liebre perseguida por un par de galgos. Nos informó que había visto a Susan y a Cipriani paseando cogidos de la mano. Les recordé a cada uno su función en el plan. Subí velozmente a mi casa y saqué las pistolas de debajo de mi cama. Las cargué con sumo cuidado y bajé casi a la misma velocidad.
Entregué un arma a Patrick y otra a Paul. Preparamos cada uno un vehículo para la huida después del tema. A un par de calles de la casa de Susan. Les entregué unos pañuelos a Patrick y Paul, para que no les reconociesen. Yo me subí el cuello del abrigo y me puse una bufanda para mantener mi anonimato. Aunque sabía que Susan me reconocería, eso seguro. Mike se quedaría en el callejón vigilando y cubriéndonos la huida. El PLAN era sencillo. Esperamos a que Susan y el Fetuccinni se sentasen en la escalera. Luego Paul y Pat irían hacía ellos por un lado de la calle y yo por la otra. Sin decir palabra, se encargarían del italiano. Yo me encargaría de Susan. Vaciaría mi pistola sobre ella. Luego huiríamos juntos hacia el callejón. Cada uno cogeríamos un vehículo y nos separaríamos. Mike se desharía de las armas. Nos dejaríamos ver a solas por el barrio. Pasado todo el jaleo seguiríamos con nuestra vida normal. Sencillo pero elegante.
Mike se posicionó en el callejón. Pat y Paul dieron la vuelta al edificio de Susan para poder venir hacía mí. Cuando les vi apostados en la esquina contraria, les di la señal y empezaron a andar ellos. Apenas teníamos que andar cada uno unos cincuenta metros, pero a mí me parecieron eternos. Pat y Paul tenían los pañuelos tapándoles la cara. Iban andando rápido y encogidos. Yo no paraba de sobar mi pistola. El sudor empapaba la palma de mi mano. Casi llegamos a la vez. El mundo se paró un segundo. Cipriani levantó la cabeza hacia donde estaba Pat y Paul. El Sol estaba de espaldas a mis amigos así que el Ravioli levanto la mano para hacer de visera porque estaba deslumbrado. Patrick abrió su abrigo y del bolsillo interior saco su arma. Paul se levantó el jersey y la camisa y sacó la pistola que estaba en su pantalón. Ambos dispararon a la vez, casi coralmente, y parecía que lo habían ensayado ya que cada uno eligió uno de los ojos del tortellini. Cada uno disparó unas cuatro o cinco veces. La cara de Susan estaba salpicada de los ataques, y su vestido blanco, estaba un poco manchado. Recuerdo la escena como vista desde fuera de mí, despacio. Susan se puso a gritar. Cipriani se había llevado las manos a los ojos tras el primer ataque, estaba en medio de un charco rojo. Mis amigos habían empezado a correr. La mirada de Susan les seguía y se topó conmigo. Miró mi mano. Más bien miró la pistola que estaba apuntándole desde mi mano. Un grito salió de su boca. Me había reconocido. Sus ojos suplicantes me rogaban que no lo hiciese. El primer disparo le llenó la boca en medio de mi nombre. Eso la obligó a callar. Vacié mi arma sobre ella. El vestido ya no era blanco, era escarlata. Salí corriendo tras Paul y Patrick hacía el callejón desde donde vigilaba Mike. La gente me gritaba, pero nadie corrió hacía a mí. Miré hacia atrás y los testigos se dirigieron a las escaleras a ver a Susan y a Cipriani. El Gordo esperaba con una tela extendida sobre la que colocamos las pistolas. Al dejar mi arma sobre las de Patrick y Paul me vi por primera vez mi mano temblorosa. Supongo que disparé desde demasiado cerca, porque pequeñas perlitas rojas se habían adherido a mi mano y a la manga de mi abrigo. Mike hizo un paquete con la tela y se la metió debajo de su abrigo. Le dije que las tirase en una alcantarilla a unas diez calles de allí, o mejor, que se acercase a la bahía y las tirase ahí cuando nadie mirase. Salimos a toda velocidad cada uno por su lado.
Según me contó después Paul fue a la misa de la tarde con su abuela. Nadie sospecharía de un buen cristiano que acompañara al Templo a una agradable ancianita apenas a cuatro calles de la casa de Susan. El Gordo fue a comer un bocadillo a puesto del Señor O'Malley. Como todos los domingos, estaba lleno, por lo que todo el mundo le vería saboreando un bocadillo de Roast Beef, algo que no hacen los culpables. Patrick fue a jugar al baloncesto a las canchas del barrio. Le sobraba adrenalina y desde allí saltaría hacia la libertad. Yo sin embargo decidí pasear alejado de todo. Lo lógico es que dejase ver por ahí, para encontrar cuantos más testigos, mejor. Pero no tenía ganas. Me había quedado vacío. Esos ojos verdes implorantes mirándome fijamente. Sabía que tenía que hacerlo, pero eso no iba a hacer que doliera menos.
A las cinco me fui para casa. En la puerta estaban los chicos esperándome. Subimos las escaleras sin decir nada. En los ojos de Paul y Patrick se veía el brillo del triunfo. Cuando cerré la puerta, empezaron a hablar los tres a la vez. Estaban nerviosos y excitados. Rememoraban una otra vez los detalles más morbosos. A cada frase la versión de los hechos variaba levemente, hasta que empezaron a aparecer en las sucesivas versiones hasta un policía de ronda a veinte metros o un objeto que intentó sacar Cipriani de su abrigo que bien podía ser un arma. Le pregunté a Mike a ver donde había hecho desaparecer las armas.
-No te preocupes por ellas-respondió-Están en lugar seguro.
Un rayo me partió la espalda. El plan era perfecto porque era sencillo. Y algo me dijo que esa respuesta de Mike no guardaba nada bueno. Cuando fui a responder, todo se deshizo como un azucarillo en el café. Llamaron a la puerta. Las autoridades estaban allí. Paul intentó salir por las escaleras de incendios de la ventana, pero lo atraparon. ¿Cómo había podido fallar todo? El bueno de Mike no me pudo aguantar la mirada. Nos interrogaron a los cuatro juntos, pero no era más que un trámite. Ahí, delante de nosotros encima de la mesa estaba la tela con las tres pistolas. La lámpara de encima de nosotros estaba encendida. Todo fue muy rápido. La detención, el juicio, la condena....
Me queda poco para cumplirla. He oído que Mike salió antes por buena conducta. Pero a Paul, Patrick y a mí no nos han reducido ni un sólo día. Recuerdo los detalles. Mi padre fumando con el gesto de desaprobación por mi conducta. Mi madre decepcionada y diciendo eso de "Ya decía yo que se juntaba con malas influencias" Mi hermana, debajo de mi ventana, sobre todo al principio de la condena, burlándose de mí. Recuerdo a mi padre rompiendo mi hucha para pagar el vestido de Susan. Recuerdo a Susan y a su madre en la puerta de mi casa mientras hablaban con mi madre sobre que la pintura roja en pelo había obligado a cortarle sus preciosos rizos pelirrojos. Recuerdo al señor Cipriani riéndose en la cocina de mi casa diciéndole a mi padre que no se preocupara, que eran cosas de críos. Recuerdo a Mike llamándome por teléfono a escondidas para pedirme perdón por no haber tirado las pistolas de agua, porque le parecía que era tirar los 8 dólares que habíamos invertido. Pero soy joven, y aguantaré todo el mes sin salir. Luego me pasearé por mi barrio, con la cabeza bien alta. Todos sabrán que conmigo no se juega. Todos sabrán de lo que soy capaz.